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Siglo XX

5. La leyenda del fantasma del Tigre Club

De fantasmas, botes y flores.


            Todos los viernes Agustín sacaba un bote del Buenos Aires Rowing y remaba por el río Tigre y luego el Luján, hasta el Tigre Hotel. Siempre de blanco: pantalón, remera, zapatillas y un fresco panamá. A veces la costa estaba embanderada porque había regata.  A veces había sol y a veces, no.  Algunos de esos viernes llovía, pero Agustín igual sacaba su bote. Al llegar al Tigre Club, que se encontraba ahí nomás del Hotel, se sentaba bajo la glorieta de glicinas y tomaba una naranja Bilz (a rica y sana nadie le gana) a veces una cerveza, o un café si estaba fresco. En primavera disfrutaba del aroma de las glicinas y en el invierno admiraba esa raras y aterciopeladas chauchas negras que colgaban de las ramas.

            Siempre parecía esperar a alguien, siempre con un ramo de jazmines o un par de rosas. Una o dos horas después repetía un ritual: tiraba las flores al agua marrón y las observaba irse. A veces hacia la derecha, a veces hacia la izquierda. Miraba como buscando a alguien, miraba su reloj, miraba sin ver, para finalmente dirigirse al bote. Con las primeras sombras, remaba con menos ímpetu que a la ida y volvía al Buenos Aires Rowing.

            El botero del club lo recibía casi siempre con el mismo diálogo:

            ― ¿Y? ¿Cómo anduvo hoy?  

            ― Espectacular, como siempre ―contestaba.

            Un viernes, el botero no lo vio volver a la hora acostumbrada.

            ―Habrá cambiado la costumbre y se quedó en algún lugar ―pensó.

            Nunca más volvió. Mucho tiempo después comenzó la gente a hablar del fantasma del Tigre Club. Un fantasma que no asusta. ¿Pueden ustedes entender eso?  Yo he ido muchos viernes al Tigre Club, pero no lo he visto nunca, ni tampoco vi alguna vez a alguien esperándome con rosas o jazmines en su mano.

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