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UN AMOR DE TIGRE II
(de 1820 en adelante)

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UN AMOR DE TIGRE II

Siglo XIX


1.                                   Los sueños del padre Castañeda

El padre Castañeda, de regreso por Las Conchas.

Segunda década del siglo XIX                                                                                           Para Fabiana Di Luca

—¡Es imposible cruzar ese río, Don Quijotiz!  O no es vuestro arroyo del Tigre, o ha crecido en mucha manera su caudal…

            —Pues que no entiendo que ha pasado en esta ínsula, aquí había un zanjón de apenas 700 varas —le respondo a Pancino,  mi   …escudero  ¿desde cuándo tengo yo escudero?

—¡Debemos buscar un vado o un puente, o nos alcanzará, vuestra merced!

            —Esto no puede ser el arroyo del Tigre, el único con estas aguas es el de Las Conchas, y entonces ¿dónde están la Inmaculada, la Guardia, la casa de Goyechea…?

—¡Válame Dios! Ya se escucha su galope…

—¿Es posible que nos haya encontrado el Caballero de la Blanca Luna? ¡Pasadme                                                                   el anteojo!

            Entre la polvareda lejana se destaca la figura de un gordo jinete, vestido de verde. ¡Es un gran batracio montado en un esquelético caballo! Y su rostro, su horrible  rostro es el de… ¡Rivaduvio, el sapo del diluvio!  

—¡Viene a por nosotros! ¿Dónde está mi crucifijo, Pancino? ¿Dónde está?

—¡Padre Francisco, Padre Francisco, despierte usted! Tiene una pesadilla.

—…

            —Despierte, padre, que casi se cae al río…

***

            El zamarreo de un desconocido lo despierta del sueño, y se encuentra ahora sentado a un palmo de la orilla. Se refresca la cara con el agua del río y logra aclarar su pensamiento.

            —Gracias, hijo mío, vaya que lo fue, y de las peores… ¿pero, quién eres tú?

            —Disculpe mi intromisión, padre, pero lo vi recostado contra ese sauce y quejándose, lo he reconocido, y creyéndolo enfermo me acerqué, hasta que escuché sus gritos, hablaba de un sapo y el diluvio.

            —Rivaduvio…

—¿Quién es?

            —No importa ¿cómo es que me conoces?

—Soy Brendan O`Connor, usted en 1806 me convenció, y a  muchos de mis compatriotas, a desertar*.

—¿Y lo habéis hecho?

—Fue fácil, pues habíamos sido alistados a la fuerza por los herejes en Ciudad del Cabo. Encontramos una oportunidad a bordo de la Dolores, entonces en manos inglesas, cuando la sudestada del tres de agosto. En medio de la tormenta nos arrojamos al agua, la corriente nos llevó hasta la Punta Gorda, y desde allí caminamos por la costa hasta que nos encontraron los hombres de Liniers —que en paz descanse—  quien nos salvó del fusilamiento y después de conversar con nosotros aceptó que nos alistáramos en su fuerza. 

—¿Por qué hablas en plural?

—Porque yo estaba con mi compatriota Patrick y el alemán Florian, católicos los dos. Luego en 1807, ya como soldados de la defensa, usted fue nuestro capellán. ¿No nos recuerda? Lo recordamos con mucho cariño…

—Vagamente hijo, he conocido tantos como vosotros… Pero en buena hora. ¿Y qué es de vuestras vidas?

—Le sé decir que ellos se han casado con criollas y se establecieron en el Pago de Areco.  Se encuentran muy bien y con hijos, son felices en esta nueva tierra.   

—¿Y tú?

—Ando de aquí para allá sin rumbo fijo… Hace un tiempo he vuelto a Las Conchas, trato de conseguir trabajo en un aserradero, pesco en las islas, cruzo gente con mi bote y hago algún que otro trabajo de carpintería a pedido.

—Y sigues soltero.

—Y sin problemas, libre y soberano.

— Mira chaval, la soberanía, la potestad, nacen del hombre y la mujer juntos en matrimonio. Los solteros y solteras son gente suelta a quien Dios nada les dice, nada les confía. ¿Qué esperas para encontrar una buena muchacha? A todo esto, las concheras son las mejores que he conocido.

—¿Usted cree?

—Sin dudar, ya has seguido antes un consejo mío, y no te has arrepentido. Los concheros son gente excelente. Verás…

Por el silencio que siguió, y la expresión arrobada del cura, Brendan, se dio cuenta de que venía una exhaustiva argumentación, así que se sentó sobre un tronco de sauce y prestó atención.

—El pueblo de las Conchas, querido Brendan, está destinado a ser una nueva Amberes, posee más que las veintisiete familias que comentan algunos malintencionados. La compañía de colorados de Vilela sumó cuatrocientos hombres del pueblo en un santiamén, y desde que los colorados han salido a las expediciones de Santa Fe, han sido auxiliados por el vecindario de las Conchas, que aportó cuatrocientos pesos para que marchasen. Y las concheras, hijo mío,  las concheras, llenas de alegría les decían a los guerreros, más o menos así: “andad nuestra esperanza, porque somos guapas mejorándonos presentes, y nos privamos generosamente de nuestros consortes siempre que la patria está en peligro, siendo así que aunque la patria se perdiese, el Paraná y las islas serían siempre nuestras”

—Veo que usted los conoce bien.

—Muy bien. Y por eso los defiendo de la maledicencia de pueblos vecinos y curas temerosos de las inundaciones.  Los concheros son los únicos americanos en quienes se encuentra espíritu nacional, no son pueblo, aldea ni villa. ¿Qué son entonces? –le espetó bruscamente.

—No lo sé, dígame usted.

— ¡Una nación, querido Brendan! una nación constituida sobre las aguas, nación dueña de las islas del Paraná, nación que aunque pequeña por ahora, debe servir de fanal a todos los pueblos de América para que imitando a las Conchas en la unión, en la bravura, en la generosidad, en la filantropía, y en el amor, y respeto a su cura párroco puedan prosperar, y salvarse del común naufragio en que se hallan sumergidos.

—¿A qué pueblos vecinos se refiere?

Luego de dudar un  momento, como arrepentido de haber hablado de más, se decidió, suspiró  y contestó.

—Al pueblo de las Conchas pertenecen todas las islas del Paraná, todos los bañados adyacentes, mucha parte del estrato del Pilar, que años pasados se agregó a Las Conchas, y últimamente el pueblito de San Fernando de Buena Vista, que es, y será siempre sufragáneo de Las Conchas, no solo porque es fundación suya, y porque Las Conchas es cabeza de partido, sino porque para Las Conchas deshacer el pueblito de San Fernando basta no más un chúmale chocolate, y el que los colorados de Vilela estuvieran de mal humor…  Y este pueblo fundado por un virrey temeroso de las inundaciones, quiere prohibir a los concheros vivir aquí. Y no lo permitiremos. Como que me llamo Francisco de Paula Castañeda.

Tras el caliente comentario, el cura calló y quedó observando las aguas, visiblemente alterado. Brendan decidió que era momento de cambiar de tema.

—Cuando llegué, usted hablaba de un tal Rivabuvio y llamaba a los gritos a Pancino…

—Rivaduvio, hijo, el loco furioso, cruel, hereje, inmoral, déspota, traidor consuetudinario y reincidente, impune gracias a la constelación de tinterillos que lo rodean, y lo necesitan para biombo y testaferro. El ministro Don Bernardino, que bajo la pretensión de una reforma eclesiástica, quiere apropiarse de los bienes de la Iglesia. No estuviera Don José de San Martín para patearle el trasero otra vez como lo hizo en 1812, cuando cambiamos el Primer Triunvirato por el Segundo, esa esperanza que terminó en el Directorio pro monárquico.

—Admira usted a San Martín…

—Claro, hijo. Solo le critico no haber bajado de Perú para desfacer el entuerto de los gobernadores del veinte. “No desenvainar su espada para derramar sangre de compatriotas” dijo; al contrario, se habría ahorrado mucha sangre. Pero ¿quién soy yo para ponerme a la altura de gigantes como San Martín …y Belgrano, que en paz descanse.

—¿Ha muerto el general Belgrano?

—Veinte de junio del veinte. Nadie se ha enterado, no lo ha informado la Gaceta ni el Argos. Mi Despertador Teofilantrópico fue el único periódico que le dedicó un obituario. El entuerto de los gobernadores escondió la triste noticia, pero gracias al obituario, algunos organizaron un triste y pobre funeral. Escucha lo que escribí luego:

“Porque es un deshonor a nuestro suelo / Es una ingratitud que clama al cielo / El triste funeral, pobre y sombrío / que se hizo en una iglesia junto al río / En esta ciudad al ciudadano /Ilustre General Belgrano”

—¿Y Pancino, padre? —cambiando de tema otra vez, para sacarlo de la melancolía en que se había sumido…

—¡Ah, sí! Algo del Quijote. Una paveza… Don Quijote y Sancho Panza, en una fantasía provocada por la prohibición  de usar la espada, cambian sus nombres por Quijotiz y Pancino al imaginarse labriegos o ganaderos. Con mi compañero de viaje, nos imaginamos en la misma situación, para no aburrirnos. Quizá lo escriba en alguno de mis diarios, solo para divertirme, ya que la realidad no es muy grata.

—¿Compañero de viaje, dónde está?     

—Es Cornelio un viejo sacristán amigo. Ha ido a buscar una posada decente. Me ha acompañado desde Montevideo, luego de un casual y afortunado encuentro. Sus familiares son amigos y viven aquí.—¿Y qué hacía usted en Montevideo?

—¿Acaso eres un espía del gobernador Rodríguez?

—Discúlpeme padre, solo me da gusto platicar con usted. Además, soy lector de alguno de sus periódicos, que a todo esto, últimamente no consigo.

—Está bien, hijo, es que después de tantos destierros ando desconfiado como gallo comiendo tripa… Estoy volviendo del destierro en una lejana comarca patagónica…

—guiñando picarescamente—  ya he pasado por Kakel Huincul, por Areco, y otros pagos adonde me han enviado por difundir la verdad. Y de esos lugares me han echado por lo mismo. No preguntes más; al buen callar llaman Sancho…

Los primeros mosquitos iban apareciendo con la fresca, una brisa suave balanceaba las ramas colgantes de los sauces, cada vez con más fuerza. Algunas dibujaban círculos concéntricos en el agua, que la corriente se llevaba rápidamente río adentro. A medida que Francisco y Brendan charlaban, la creciente los  había hecho alejarse de la orilla, casi sin darse cuenta.

—Ha comenzado a subir el agua —dijo Francisco—. Alejémonos porque estos arroyos dan sorpresas, como las del cinco o el veinte. ¡Vamos! antes de que crezca el Paraná, con todos los que se ahogan… No le demos excusas al cura vecino para expulsar más gente de esta tierra bendita.

            Comenzaron a caminar, chapoteando en algunas zonas ya inundadas. Al cabo de un rato, entre el ruido del viento en los árboles escucharon que los llamaban.

— ¡Padre! ¡Padre Francisco! –voceaba un hombre flaco y canoso, que  venía acompañado de una muy joven y bella muchacha.

—¡Cornelio! ¡Dónde os habíais metido?

            —Perdone padre, es que no había nadie en las casas y enrecién han llegado. Tiene usted un buen alojamiento en casa de doña Juana Lima, feliz de recibir otra vez a fray Carancho…. ¡Ah! disculpad, ella es mi sobrina Mercedes.

            Brendan no reparó mucho en Cornelio, pero sí en los ojos verdes de Mercedes, y así quedó hasta que Francisco los presentó.

    —¡Mechita! Cómo has crecido, no te reconocí, hija… Perdón, les presento a mi amigo Brendan, un irlandés que vino con los ingleses en el seis, y hoy quiere ser un conchero más. Lamentablemente soltero, a su edad, en fin… Brendan  ¡Brendan! estás distraído,  este es Cornelio, o Pancino, si lo prefieres…

            Luego de las risas por el comentario de Francisco, hubo un silencio que rompió Mercedes.

            —Padre Francisco, mis padres se preguntan en dónde estuvo metido todo este tiempo, además, no les llegan sus periódicos… —dijo, luego de saludar con una respetuosa inclinación de cabeza, sin dejar de echar miradas a Brendan.

            —Nada nuevo en mi vida, de destierro en destierro, hija, ya les contaré a todos en familia. ¿Puede acompañarnos mi amigo Brendan?

            —Por supuesto, padre, si es un amigo de usted, será un placer…


             Brendan y Mercedes se adelantan charlando animadamente, seguidos por  Francisco, que retiene un poco a Cornelio, para seguir caminando a su lado en silencio. Repentinamente, Francisco le pega un importante codazo, y cuando Cornelio lo mira sorprendido, encuentra al fraile señalando con la cabeza a la pareja mientras le guiña ostensiblemente un ojo.

Guillermo Haut, diciembre de 2017


 (*) Ver capítulo 16 de “Algo tarde para desposarse con la gloria” en “UN AMOR DE TIGRE” G. Haut, Vazquez Mazzini Editores/Fundación Azara, 2017. http://www.fundacionazara.org.ar/img/libros/un-amor-de-tigre.pdf


Además de Francisco, el único personaje real de la historia es Juana Lima, que le dio hospedaje en las Conchas. Francisco de Paula Castañeda, también conocido como el “Gauchipolítico" o “Fray Carancho” nace en Buenos Aires en 1776. Fue un religioso franciscano, político destacado durante la Revolución de Mayo, y furibundo opositor de Bernardino Rivadavia. Desde sus muchos y simultáneos periódicos descargó su artillería verbal contra sus enemigos políticos, a quienes no dudó en ridiculizar y poner originales apodos, utilizando seudónimos que él mismo se atribuía, como por ejemplo “Doña Matrona Conchera”. Fue notoria su defensa del pueblo de Las Conchas, contra las autoridades que prohibieron vivir en el lugar, peligroso según ellas por las constantes inundaciones.

Al producirse la invasión inglesa de 1806, ejerció el cargo de capellán de los soldados católicos irlandeses (en la cárcel) Apoyó decididamente la Reconquista, y ayudó a muchos irlandeses a desertar y unirse a las fuerzas rioplatenses. Fue capellán de uno de los cuerpos que se formó para la Defensa en 1807.

Excelente orador religioso y político, fue un decidido apoyo para la Revolución de Mayo desde el púlpito, aunque contrario a las ideas de Voltaire y Rousseau. Fundó una escuela estatal de artes y oficios en el Convento de la Recoleta, y  dos escuelas primarias en la capital. El 25 de mayo de 1815 fue el único clérigo que se animó a pronunciar el sermón patriótico, en medio de una atmósfera de temor debida a la noticia del regreso de Fernando VII al trono español.

Bibliografía:

  • opiniones sobre distintos temas están tomadas literamente de sus periódicos “Despertador Teofilantrópico Místicopolítico” nº 10, 25/6/1820;  nº 65, 18/6/1821; nº 32, 16/11/1820, nº 34, 21/11/1820 y del Prospecto de “María Retazos” de 1820.

  • Guillermo Furlong. Fray Francisco de Paula Castañeda. Un testigo de la naciente patria argentina. 1810-1830. San Antonio de Padua, Ediciones Castañeda, 1994 (Donado a la Biblioteca Lizardo Vidal Molina del Museo de La Reconquista por quien suscribe)

  • Adolfo Saldías. Vida y escritos del padre Castañeda. Ed. Moen y hermano, 1907, Buenos Aires.

  • Roman, Claudia. La prensa de Francisco de Paula Castañeda: sueños de un reverendo lector (1820-1829) La Plata: Universidad Nacional de La Plata, 2014.

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Óleo de Pablo Pereyra y la tapa de uno de sus periódicos, en donde utiliza el dibujo que a modo de amenaza le pasaron por abajo de la puerta.

2.  Ña María, el barro y el paraíso

Encuentro de la Carretera con un cuarteador inesperado


            El tibio sol de abril del '43 seguía calentando el barro y levantaba volutas de vapor. En el silencio atrapado entre la costa y la pampa infinita, solo se escuchaban las moscas atraídas por la bosta. Cada tanto un latigazo las espantaba; ante la falta de mando, los bueyes se habían arrodillado y recostado, sin dejar de mover la cola. Sobre un horcón, que rompía el monótono paisaje del camino, un caburé chistaba, molesto, por la presencia de la carreta. Un rato antes, un benteveo y unas tacuaritas lo habían sobrevolado para espantarlo, pero el pequeño búho resistía. "Yo de acá no me muevo" parecía decir.

            Ya no se escuchaba el rumor del río, el niño había dejado de chillar y su madre dormía con la cabeza apoyada en un parante de la carreta. Ña María, sentada en el pescante, seguía en un estado de ensoñación desde hacía dos horas, resignada. Abandonado ya todo intento de azuzar los animales para salir del pringoso barro, solo se le ocurría buscar el farol para tenerlo a la mano cuando oscureciera, y esperar a la mañana para buscar ayuda. Entre la leña, los duraznos y las verduras que llevaba a la ciudad, se acomodaría para hacer noche y dormir, rogando a Dios que el niño, hijo de su pasajera, no se despertara.

            Ya había tenido muchas noches en ese camino, esquivando la calor, pero siempre en movimiento. Esta vez el barro le había ganado la pulseada. La sudestada reciente había dejado imposible la huella y los bueyes no podían mover la carreta ni una cuarta más. Se había encajado como nunca en un barro muy blando, por lo que calculó que la crecida que trajo el sudeste habría llegado hasta allí. Debería haber esperado un par de días a que se oreara la tierra… Pero la verdura y la fruta no podían esperar más y tampoco el correo para el Canal.

            La alertó el creciente sonido de un galope corto. Buscó bajo el cuero de oveja sobre el que estaba sentada, el trabuco naranjero y lo armó con destreza: pólvora negra, la estopa y  la pólvora fina en el oído. Pero no lo amartilló, en cambio, usó su culata para sacudir a la mujer y despertarla, a la vez que le pedía silencio con un gesto y le acercaba un facón. Pero cuando iba a explicarle cómo usarlo, se escuchó una sonora voz.

            —¡Ave María Purísima!

            —Sin pecao concebida…—atinó a contestar.

            Con una mano aferrada a la muñeca de su pasajera y la otra al naranjero, dio vuelta la cabeza para observar al recién llegado. De buena condición -a juzgar por el apero- montaba un hermoso gateado. Rubio, con finas patillas hasta el cogote, tenía la piel curtida por el sol y vestía un poncho con vivos rojos.

            —Se me ocurre que anda precisando un cuarteador—le dijo mientras desarmaba el lazo, y desmontaba.

            El tipo se acercó al pescante y le tendió la mano.

            —Tengo el gusto de conocer a…

            —María de los Santos Sayás de Bengochea, del Canal de San Fernando, pero conchera de nacimiento. Me dicen Ña María. La señora es mi pasajera —¿Y usté?

            —… Ortiz, Juan Ortiz, para servirle. Así que San Fernando, donde está el juez Reyes…

            —Antonino Reyes, sí, un hombre que puso un poco de orden en el Pago.

            —Mire usted. Le voy a enlazar la maza de la rueda izquierda, y le voy a pedir que pique a los güeyes, cuando el caballo empiece a tirar. Llévelos para la izquierda, que está más firme, parece.

             —¿A usté le parece que el gobernador tenga así los caminos? Vergüenza debería darle…

            —¡Ahijuna con ese pícaro! Qué va usted a hacer… Estos políticos… Listo, cuando yo le pegue el grito usted los pica ¿estarán muy cansados?

            —¡Qué va! Hace dos horas que descansan…

            Los animales se incorporaron con gran parsimonia, con las patas hundidas en el barro. Y respondieron a las voces que dio Ña María cuando escuchó la señal. Entre el esfuerzo de los bueyes descansados y la cuarteada del gateado, después de tres intentos, la carreta se desencajó y comenzó a avanzar por terreno firme. El hombre volvió y recuperó el lazo, mientras echaba una atenta mirada al eje trasero.

            —Esta es la peor parte, más adelante mejora. ¿Adónde va?

            —Donde siempre, a la Plaza de las Artes. Dejaré a mi pasajera y la mercadería, y dispués a la  pulpería.

            —¿Y qué va a hacer una señora en una pulpería? —le preguntó con sorna.

            —Vea Don …Ortiz, son dos los negocios de la familia. Las carretas de las Tres Marías, por mi madre, mi abuela y yo, y la pulpería "La Roldanita". Mi abuela empezó con el correo mucho antes de que lo ordenara Rodríguez…

            —No se me enchinche, Ña María, que no he querido ofenderla…

            —Cuando guste pasar, está a la vuelta nomás de la iglesia de San Nicolás, allí descanso para volver al Canal de madrugada.

            —Eso haré, con todo gusto. Ahora le aconsejo que cuanto antes haga ver la carreta, porque con los tirones, se ha aflojado un poco la maza. Vea, siga el camino, y después de pasar el arroyo Medrano, pare en el rancho de Corvalán, que se la va a acomodar. Yo le aviso que usted va a  pasar. Ha sido un gusto conocerla y poder serle útil.

            —El gusto ha sido mío. Le estoy muy agradecida, señor, es usted un caballero.

            El hombre se acomodó el poncho y el lazo, sin tocar el estribo, montó de un salto en el gateado y ahí nomás le preguntó si no tenía nadie que la ayudara.

            —Mi hombre trabaja de sol a sol y mis cuatro hijos hacen el servicio militar en Santos Lugares.

­            La miró serio, por única respuesta. Después de hacer caracolear al caballo mientras la saludaba sombrero en mano, se alejó con un galope corto. Ña María se quedó mirando como el jinete se alejaba, hasta que un movimiento de su pasajera, otra vez dormida, la hizo picar a los bueyes y continuar el viaje por la huella de tres generaciones de carreteras, tres Marías. Era la hora de las oscuras siluetas en el horizonte. Talas, cortaderas, algún ombú y dos o tres ranchos.

            Cuando llegó a lo de Corvalán, la luna iluminaba más que el farolito que había prendido. El tal Corvalán la estaba esperando, y apenas la carreta se detuvo, ya estaba inspeccionando las ruedas traseras.

            —En un rato la tiene lista, si quiere pueden esperar dentro'las casa. ¡Vieja! —gritó hacia el rancho— ¡Gente!

            Ña María acompañó a su pasajera y al niño adentro del rancho, pero volvió a observar el trabajo. Corvalán, un morocho fornido y musculoso, resolvía el problema con destreza.

            —Me ha pedido también que le engrase los ejes porque están muy ruidosos.

            —Usté sabrá. Pero vea que no ando con dinero encima. Puede que mañana, a la vuelta…

            —No se priocupe. No le va a costar nada.

            —Bueh… gracias. Dígame, señor Corvalán ¿quién es este …Ortiz?

            —¿Quién?

            —El que me mandó para acá.

            —El patrón que manda. No me dijo que le dijera…

            Una hora después Ña María dejaba a sus pasajeros en la puerta de San Nicolás, y luego dejaba la carreta en la plaza Nueva, ahora plaza de Las Artes, para que se descargara la leña, frutas y verduras. Se le había hecho largo ese viaje, y solo pensaba en llegar a la pulpería y tirarse en el catre. Mañana sería otro día, buscaría el correo, haría unas compras y volvería al Canal con la carreta liviana, sin miedo a encajarse otra vez.

            Cuando la luz del sol comenzaba a despertarla, oyó que golpeaban a la puerta.

            —¡Abran! ¡De parte del Gobernador!

            Entendió que ya no era la madrugada… El cansancio le había ganado. Se adecentó lo más rápido que pudo y abrió la puerta. Era un soldadito, quien le informó que el edecán del Gobernador la citaba a su residencia en Palermo de San Benito.

            —Tómese su tiempo. La espero afuera.

            —¿Estoy detenida?

            —No, doña. Tengo orden de llevarla, cuando usté diga, para eso he venido en una victoria.

            Una vez que cerró la puerta comenzó a empalidecer mientras recordaba sus dichos del día anterior, cuando criticó al Gobernador por el estado de los caminos. ¿La habría denunciado el extraño aparcero que la ayudó? Tuvo la fugaz idea de escapar por atrás, pero la desechó inmediatamente, muy pocos escapaban de la garra del Restaurador… Debía enfrentar la situación.

            Poco después dejaba atrás el centro, cómodamente sentada en el coche abierto. A medida que raleaban las edificaciones iban apareciendo quintas, en las que las casas apenas si se divisaban. ¿Palermo de San Benito? Había escuchado hablar de la residencia de descanso del Gobernador, pero en la dirección que llevaba la victoria solo había la costa… ¿Una residencia en los bañados de Palermo? La última vez que pasó cerca, años atrás, solo había un pantano y zarzales.

            De pronto vio que se dirigían hacia una entrada en forma de arco. Luego de traspasarla, el panorama cambió completamente. Ahora la victoria se desplazaba por un largo camino elevado y mejorado con blanca conchilla. Al lado corría un recto canal cuyo final se perdía en el horizonte. Allí remaba gente en alargados botes de paseo, y cada tanto había sencillos puentes que comunicaban con otro camino similar. Todavía sorprendida por la bucólica imagen, notó que el carruaje bajaba su velocidad y tomaba un ancho camino lateral, rodeado de ombúes y luego otros con naranjos, sauces y álamos. La victoria atravesaba un gran parque repleto de paseantes y también de animales silvestres. Llegó a divisar chajáes, ñandúes, algún escurridizo zorro, venados, guanacos, liebres y, en un gran estanque, flamencos y nutrias. Había dado tantas vueltas por el enorme parque, que María ya no se podía ubicar; era obvio que su conductor tenía orden de darle una especie de paseo, que terminó frente a una mansión. Más allá de ella se encontraba la costa, donde había una embarcación obviamente encalladada, con gente que ¡paseaba por sus inclinadas cubiertas!

            La residencia era enorme y cuadrada, rodeada íntegramente por una recova. María calculó más de quince o veinte habitaciones. Cuatro más sobresalían en cada esquina, probablemente las guardias. El soldadito la invitó a bajar y a seguirlo hasta el interior de uno de los cuartos, con claro aspecto de oficina.

            —Buenos días, ¿doña María, no?

            —Eh… sí. María de los Santos Sayás de Bengochea. Buenos días. ¡Sr. Juez!  ¿Qué hace usté por aquí?

            —Aquí no soy el Juez de Paz de San Fernando, ni tampoco el comandante del cuartel de Santos Lugares, sino el edecán del Gobernador. Antonino Reyes, para servirle, aunque ya nos conocemos, por lo que veo.

            —Nos hemos cruzado varias veces en el Canal, y fui en dos ucasiones al juzgado. Pero usté debe ver tanta gente, que no puede recordar a toda…

            —A usted la conozco de mentas. Ña María, la carretera, o la del correo. Es un gusto conocerla personalmente.

            —Igualmente, señor. Pero, dígame ¿para qué me hizo venir el Gobernador?

            —No es por nada del gobierno, él aquí viene a descansar y a recibir gente. Espéreme que ya la anuncio.

            Ña María, un poco más tranquila se dedicó a admirar la sobria elegancia de la estancia, hasta que volvió Reyes.

            —Pase, por favor, el Gobernador ya la atiende—indicando una puerta.

            Ña María entró a la habitación contigua, llena de bibliotecas y mesas con planos, libros y diarios amontonados. En un rincón, un caballete con un retrato al óleo sin terminar. En otro rincón un gran escritorio cerca de la ventana, atestado de papeles. A su costado más de diez cajas apiladas, de una de las cuales sobresalía un gran hueso, de algo más grande que una vaca. Pero la habitación estaba vacía… así que aprovechó para curiosear. Entre los muchos periódicos había varios viejos ejemplares del Argos y de Vete portuguez que aquí no es, El Despertador teofilantrópico, Buenos Ayres cautiva y la Nación Argentina decapitada en nombre y por orden del nuevo Catilina Juan Lavalle. Santa Fe, 1828. Y también algunos actuales: La Gaceta del Comercio, El Federal de Entre Ríos, El Recopilador de Buenos Aires… Y le llamó la atención uno en especial, Muera Rosas, que comenzó a hojear con morbosa curiosidad…

            —¡Qué dice, Ña María!

            La voz a sus espaldas la sobresaltó de tal manera que el periódico cayó de sus manos, que quedaron temblando.

             —¡Jesús bendito! Discúlpeme usté por tocar sus cosas—dijo mientras se volvía para ver quién le hablaba—Pero ¡Ortiz! ¿qué hace usté acá?

            —Soy nacido Ortiz,  Juan Manuel José Domingo Ortiz de Rozas y López de Osornio —dijo su interlocutor— No le he mentido, pero desde hace muchos años soy Juan Manuel de Rosas para todo el mundo. Y tome asiento, no quede ahí parada. Disculpe mi demora, pero hace tiempo que la vejiga me da apurones…

            Mientras ambos se sentaban al costado del escritorio, Ña María salía del sobresalto poniendo atención en la vestimenta del Restaurador. Camisa blanca arremangada, chaqueta azul con cordones rojos, pantalón azul, botas y una divisa punzó en el ojal.

            —¡Señor! Usté ayudándome con la carreta y yo hablando mal de su gobierno; y ahora tocando sus papeles. Le ruego me disculpe.

            —Quédese tranquila. Soy el primero que conoce los problemas de estos pagos. Ocurre que todavía estamos sufriendo los efectos económicos del bloqueo, y no se pueden resolver todos los problemas que uno quisiera, pero vamos saliendo adelante. ¿Tomamos unos mates?

            En ese momento entrababa una negra con pava, mate y unos bollos.

            —Servido, señor.

            —Gracias, Tomasa, ¿ha visto a Eugenia?

            —La vide con los caballos, señor. ¿Necesita algo más?

            —No, gracias, esta vez cebaré yo. Eugenia —dirigiéndose a Ña María— era la dama de compañía de mi querida Encarnación, que en paz descanse. Y se ha aquerenciado en San Benito…

            —¡Como para no hacerlo! Este lugar ha cambiado muy mucho, era un pantano, ahora es un un paraíso.

            —Eran tierras de muy poco valor. Se rellenaron con tierra de los bajos de la Recoleta y de la boca del Maldonado. Y luego se trajeron carretadas de conchilla del Tuyú.

            —Veo que ha leído al Padre Castañeda.

            —No ha hablado muy bien de mí, pero le tuve respeto por su sinceridad y su lucha contra Rivadavia. Además me divertía su forma de escribir. Sé por Reyes que usted lo conoció.

            —Sí, aunque en San Fernando no era muy querido, se peleaba mucho con el cura San Ginés. ¿Qué más le ha contado Reyes de mí?

            —Lo suficiente para saber que es usted muy trabajadora, que ha enviudado…

            —Pero me he casado nuevamente, con otro Bengochea, el hermano de mi difunto esposo, y todo queda en familia…

            La charla con Rosas discurrió amablemente entre mate y mate, aunque Ña María no logró hacerlo sonreír en ningún momento. Sí notó que, cuando esbozaba algo parecido a una sonrisa, era para referirse a cuestiones de la política o a los unitarios. Luego,  con más confianza se atrevió a preguntarle por las cajas con huesos.

            —Son de animales prehistóricos, los ha encontrado Francisco Muñiz y me las ha donado. Desde que me interesé por el trabajo del naturalista inglés Don Carlos, me hacen estos regalos.

            —¿Y qué va a hacer usté con ellas?

            —Las donaré a un francés que conozco.

            —¿Justo a quienes nos bloquearon?

            —No mezclo la política con la cultura, los franceses son los que más saben de estas cosas, de… paleontología. Será un aporte de la Confederación a la historia natural de América, para que no digan que acá somos unos ignorantes. —Hizo un silencio reverencial— Ña María, ha sido un gusto conocerla, esto es para usted. Ábralo después. Y que quede claro que el Gobernador no ha desdeñado ayudarla con su problema.

            Ya de regreso a la Plaza de las Artes, en la victoria abrió el sobre. Encontró doscientos pesos y una nota dirigida al Comandante del Cuartel de Santos Lugares, en la que le solicitaba eximir del servicio militar a los hijos de Manuel y María Bengochea.

            Al día siguiente la carreta de "Las Tres Marías" pasaba por el rancho de Corvalán. Luego de cruzar el arroyo Medrano, Ña María buscaba el lugar del extraño encuentro con el Gobernador, pero le costaba hacerlo, hasta que descubrió el horcón al costado del camino. No había marcas de la encajada en el barro, y el camino estaba liso, elevado y tapizado de blanca conchilla.

            Cuando el caburé comenzó a chistar, picó los bueyes y continuó su camino hacia el Canal.   









Ilustración: Grupo de carretas, Juan León Pallière.

En 1843 Ña María, la carretera, se encontró realmente con Rosas (quien no se dio a conocer) en cercanías del arroyo Medrano (hoy Cabildo y Crisólogo Larralde, aproximadamente) y al otro día fue citada a la residencia del Gobernador  Llevaba leña, frutas y verduras a la ciudad, y dejaba su carreta cerca de la iglesia de San Nicolás (hoy el obelisco) en la Plaza de las Artes, antes Plaza Nueva, Plaza Amarita, donde hoy se encuentra el edificio del viejo Mercado del Plata. La pulpería "La Roldanita" se encontraba muy cerca, en la esquina sureste de lo que hoy es Santa Fe y Riobamba.  

  • Lagleyze Luqui, Julio.


  • Udaondo, Enrique.


  • Cordero, Héctor Adolfo.


  • Historia de Palermo. Un excelente video que muestra cómo era Palermo de San Benito. Trabajo realizado en el marco del proyecto de investigación UBACyT dirigido por Alberto Boselli y Graciela Raponi.


  • Chávez, Fermín. La cultura en la época de Rosas (la descolonización mental)Ediciones Theoria, Buenos Aires, 1973.

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3. El bronce y el mimbre

Un paseo por las islas y el tiempo

“En la orilla del Luján, observa pasar los camalotes, arrastrados por la bajante hacia el Río de la Plata. Su mirada pasa de los reflejos del amanecer en el agua, a la otra orilla, donde las siluetas de la isla comienzan a iluminarse. Se aísla del parlanchín grupo que lo acompaña, un poco por su sordera y otro porque sus pensamientos deben estar volando por el Carapachay, esa isleña masa de verdura que tanto lo atrae.  De pronto un sonido de locomotora que se hace cada vez fuerte, anuncia el inminente arribo del “Talita”, el pequeño vapor de la Capitanía del Puerto del Tigre. De solo doce metros y pico de eslora, un regalo de los astilleros ingleses para el presidente, una yapa por la compra de doce buques fluviales hace dos años. El hombre que mira pasar los camalotes fue ese presidente, el mismo que donó inmediatamente la nao a la Capitanía de Puertos, y pide permiso cada vez que la requiere”

            Está bien para empezar, pensó Perico Espasa. Si volvemos temprano, El viaje de Sarmiento a las Carabelas puedo ofrecerlo mañana en algún diario. Y si no me lo compran, el mes que viene, en la Ilustración (dirigiéndose al ejemplar de “La ilustración española y americana” de febrero de 1875 en su escritorio) ¿vale?. Dejó la moderna (y vacía de tinta) Waterman  que le regalaron en Pensilvania,  y volvió a su viejo plumín de acero y el tintero. Corre lagarto, que time is money…

            “Luego de una deliciosa navegación por la Abra Nueva, encaramos la Rama Negra a las siete de la mañana, con el sol comenzando a calentar nuestras espaldas. Es increíble este paraíso de ceibos en flor y coloridas aves a treinta kilómetros de la ciudad. Hasta llegar al río del Capitán fui cambiando de banda para evitar el humo de la caldera, el que de acuerdo con las curvas del arroyo entraba ya por estribor, ya por babor…  Superada la embocadura del Toro y la Vuelta Mala, la navegación prosiguió con un fresco sudeste que nos empujó al Paraná. En todo ese tiempo, Sarmiento permaneció sumido en sus cavilaciones y usando de respaldo el guardapatrón que nos separaba del marinero. Esta pieza de madera tiene labrado el escudo nacional, y a este parecía que se aferraba don Domingo. Aprovechando una mirada que me concedió, me animé a iniciar la conversación.

—¿Puedo preguntarle qué lo tiene tan pensativo, Teniente Coronel?

—Eh… Señor Sarmiento está bien. La Ley de Islas, m’hijito. ¿Cuánto falta para que dejen de darle vueltas y se apruebe? Los isleños están realizando de facto la ley de homestead norteamericana. No queda un palmo de tierra que no reconozca poseedor por su trabajo. ¿Ha visto usted las pepineras, los criaderos de magnolias, los cultivos de hortalizas y frutas a lo largo de la navegación?

—Si… Usted se refiere a la Ley de asentamientos rurales de Lincoln…

—¡Sí señor! El duro trabajo del hombre ha desnudado las islas de su ropaje salvaje para vestirlas con las galas de los cultivos útiles. Sé lo que es eso, yo mismo necesité dos o tres días para liberar  solo cuarenta varas de duras malezas. Antaño fue cruel aquí la vida, hasta que se levantó la prohibición de vender frutos en el puerto. Pero hogaño, la región es próspera y feliz. —Se levantó de su asiento y prosiguió como si estuviera en el Senado— La posesión, base natural de la propiedad, está consumada. Solo hace falta la ley para reglamentarla, para consagrarla. Pero Buenos Aires está todavía gobernada por las vacas… Y además Dios favoreció a esta región con un transporte de los productos que no es el macadam ni el camino de hierro: canales como los vénetos; así que los locales tendrán que aprender de los ingleses a dominar las aguas.  Pero no se pierda esta vista gloriosa, amigo, estamos por atravesar el Paraná de Las Palmas, que aquí tiene casi media legua de ancho”

            Perico dejó el plumín al recordar un detalle: Sarmiento, ya en el Paraná, volvió a su estado contemplativo, pero ahora tenía un papel manuscrito, una carta, que leía, doblaba y guardaba en un sobre, proceso que repetía varias veces...

  

*


            Mi querida Petisa, yo aquí navegando por la Delta y dando fiestas en Procida, y usted acompañando a su Tatita Vélez de usted, tan enfermo, mi pobre amigo. Lo único que tengo ahora de usted, y no es poco, son sus cartas. ¡Ah! La Delta… cómo ha cambiado este Carapachay en veinte años, la Rama Negra está ahora más lejos de la Reculada, las islas ya llegaron a San Fernando y siguen avanzando hacia el mar. Tremenda guerrilla de descubierta del junco, esa coladera natural de limos y semillas que prepara el terreno a los que siguen. Y así se llega a estos ceibos que encarnan las orillas ¡allí un blandengue con su cogote colorado, y allá una garza mora! …la Vuelta Mala sigue siendo tan mala como siempre para la vela. Pero gracias a Fulton, Watt y Herón de Alejandría, tenemos estos ingenios a vapor que nos permiten conquistar los desiertos con menos esfuerzo. Algo de esto tengo que escribir para La Tribuna. ¡Cómo la extraño, mi adorada Aurelia! Prácticamente no tengo con quien hablar de tantas cosas… ¡Qué gloria la sombra de este remanso donde hemos fondeado!

            Sí, veinte años han pasado de aquellos tiempos heroicos, cuando convencí a Somellera para que doce robustos remeros de la Capitanía del Puerto, me ayudaran a mostrar a algunos capitostes estas tierras que ignoraban. Conocidas solo por Sastre, Crousa y otros pioneers…  Mi primera discusión con Mitre, hoy un enemigo. El mimbre. La casa de Toledo en La Reculada, luego mía, donde tuve mi pony, el arado y mis árboles. Welcome to the shade, ja… Dominguito la disfrutaba, Dios lo guarde, y también Aurelia. Miro el agua quieta, los ceibos y sauces. ¿Ah! allí salta un doradillo y vuelve a caer en el agua, con una fiesta de luces y reflejos. Es como si volviera a vivir aquel ocho de septiembre del 55…


*


            Éramos doce marineros adormilados por el madrugón y el balanceo de la lancha, la cabeza apoyada sobre las manos cruzadas en el remo. Yo, sentado bien en proa, a babor, solo veía las espaldas de mis compañeros, y a popa, al timonel y al comandante Somellera, patrón de la nave. De pronto, un movimiento en el muelle rompió la monotonía de la mañana. Sonó un fuerte y prolongado silbato y el patrón gritó una orden: ¡Atención, saludo, uno!

            Inmediatamente nos levantamos de la bancada, sacamos los remos de sus chumaceras y los arbolamos. Obviamente eran personajes importantes. Y después: ¡Prepararse para embarcar pasajeros! Todas las órdenes se daban con el silbato, a la segunda ya estábamos bastante despiertos…

 —¿Qué son "chumaceras"? ¿Y arbolar?

     —Ya lo ha olvidado, niña… Las chumaceras son el lugar de la banda en que se fija el remo, y "arbolar los remos" significa ponerlos verticales, a modo de saludo. Es una tradición náutica, se deja la embarcación sin gobierno para demostrar intención pacífica al saludar. Si hay velas, se arrían.

    —¡Ah!

    —Nos volvimos a sentar y repusimos los remos en las chumaceras, los de estribor perpendiculares  a la banda, para dar estabilidad, la lancha arrimada de babor al muelle. ¡Aguanten marineros! nos ordenó Somellera, y todos lo de la banda de babor nos afirmamos a las maderas del muelle. Los pasajeros fueron embarcando, y tomando asiento en el medio de cada bancada, con la bienvenida a bordo del patrón, en alta voz, como para reforzar su importancia. "Señor Ministro Mitre, Ingeniero Pellegrini, Ingeniero Arcos, Señor Toledo, Teniente Coronel Sarmiento, señor Crousa, señores Municipales de San Fernando que ya no recuerdo sus nombres, etc… eran más de diez." Al único que conocíamos de nombre, era al Ministro de Guerra y Marina, Coronel Mitre… También embarcaron un hatillo de ramas verdes de sauce, que traía Arcos.

            —Pero Tata, entonces usted llevó a tres presidentes en esa lancha…

            —Mitre y Sarmiento fueron presidentes después,  pero el ingeniero Pellegrini era el padre del presidente actual, que se llama igual. Bueno,  ahí nomás empezamos a remar, uno, dos, uno, dos… ¡Bogar a babor! Clavar remos de estribor. Así salimos esa madrugada del río Tigre y entramos en el Luján, en contra de la corriente y luego por el Abra Nueva, a favor de la creciente hasta la Reculada.

            —Donde Sarmiento tenía una casa ¿no?

            —No, todavía era de su amigo Toledo, eran treinta hectáreas, un año después las hizo suyas. La llamó Procida.

            —Leí en un diario que la inauguró a los tiros…

            —Sí, La Nación, que le tiene inquina. Sarmiento era muy gruñón y cascarrabias, pero con gran sentido del humor, muy bromista. Cuando tomó posesión de su isla, disparó tiros al aire con una carabina, como si fuera un conquistador o un pionero del oeste norteamericano.

            —Y después ¿adónde fueron?

            —Hija querida ¿cuántas veces le conté esto para que se duerma? Ya está en edad de merecer, mhija…

            —Me gusta que me cuente estas historias, y siempre me entero de algo nuevo… Y no tengo sueño.

             —Seguimos por el canal de la Esperita hasta la finca de Crousa entre el Toro y el Carapachay. Allí desembarcamos todos, Crousa nos esperaba con un almuerzo, que fue muy bien recibido por todos, especialmente por los que habíamos remado hasta allí. Me llamó la atención que la quinta tenía un aspecto distinto al resto de las islas. Había ceibos y sauces, naranjos y duraznos, lo de siempre, pero además membrillos, papas, cebollas, habas, maíz; y también gardenias, un jazmín que llaman del Cabo, todo separado por unas verjas de cañas Tacuara. Luego de la comida y supongo que por efecto de los vinos, el ambiente era muy cordial y jocoso. Nuestros pasajeros pronunciaban pomposos discursos entre carcajadas. Se divertían mucho, y nosotros no entendíamos ni la mitad de lo que decían. Pero en un momento Sarmiento se puso serio y comenzó a hablar de las estaquillas de mimbre que Arcos había traído de Chile, que ya se había plantado en Mendoza, y que ahora daría trabajo a los isleños y qué se yo cuántas cosas más.  Al terminar, todos aplaudieron, brindaron y…  

            —¿Cómo volvieron? —reprimiendo un bostezo.

            —Por otro camino. Primero por el Torito salimos al canal de Gelvez, y por la Rama Negra, creo, porque ahora la Delta está muy cambiada,  se secan arroyos y aparecen otros nuevos, cambian su curso… Volvimos a aparecer en el canal de la Reculada,  y por allí avanzamos un trecho, creo que hasta lo que llaman Tres Bocas, para volver, y llegamos al Puerto del Tigre por el mismo camino de ida.

            —Y eso ¿fue todo?

            —Hubo muchas discusiones a bordo, distintas opiniones vertidas sobre el desarrollo del Carapachay, construir una iglesia y advocarla ¿a la Natividad de la virgen? ¿o a San Marcos de Venecia, patrono de las repúblicas náutica? Esas cosas…  todo con mucha educación. Pero hubo sí una discusión fuerte entre Mitre y Sarmiento, sobre el tema de la posesión de las islas y su legislación. No se pusieron de acuerdo y lo dejaron para más ver. También se le criticó a Sarmiento que la región era muy inundable, y recuerdo su respuesta: El pueblo de Las Conchas no se inunda ni un palmo más ni menos que las islas, y los concheros siguen con sus vidas" Al regreso vinimos ayudados por la bajante hasta el Luján, pero hasta el puerto hubo que remar duro en contra de la corriente. Todos estaban muy callados, y Mitre y Sarmiento muy ofuscados…   ¡Ah! Ya te dormiste, hija… —en un susurro—. Buenas noches.


*


            Realmente vuelvo a vivir aquellos vitales días, en que nuestra jornada de exploración y descubierta provocó un aluvión de viajes de botánicos, arboriculturistas, gente común que se aquerenció, se levantaron astilleros, gran cantidad de fruticultores utilizó canastillas de mimbre para llevar sus productos a la ciudad… El mimbre.  Si de algún discurso estoy orgulloso, es de aquel, en que tanto dije, con tan poco. ¿Cómo era?

Si ningún otro recuerdo quedara…

     Si ningún otro recuerdo hubiese de quedar en estas islas  de mi presencia, sean ustedes señores, testigos de que hoy 8 de setiembre planto con mis manos el primer mimbre que va a  fecundar el limo del Paraná, deseando que sea el progenitor de millones de su especie, y un elemento de riqueza para los que lo cultiven con el amor que yo le tengo.


                   *


            Durante una pausa para el café, Perico cargó con tinta la Waterman y prosiguió con su relato.

            "El Talita siguió río arriba por el Paraná (nombre que en guaraní, y con toda justicia, significa "parecido al mar") en dirección a Zárate; después de unas dos leguas, viramos a la derecha y entramos en Las Carabelas. Un ancho y recto camino fluvial de catorce leguas, ornadas sus orillas de ranchos y cultivos de trigo, maíz, papa, habas, duraznos… Y también gallinas y huevos. Hemos parado en una de las chacras y compramos bolsas de choclos a diez pesos cada una, y varias docenas de huevos.

            La navegación de regreso prosiguió por el Antequera, para pasar por la pepinera modelo de Brunet, donde nos encontramos con algunos jóvenes remeros (ingleses, según afirma Sarmiento) del Buenos Aires Rowing Club" El tiempo de la bajada por el Antequera hasta el Luján lo invertí en otra charla con Sarmiento sobre cuestiones legales de la posesión de las islas. La detallo aparte. También traje a colación una vieja idea de la que había leído un folleto…

            —¿Qué pasó con la idea de crear un estado trinacional con Uruguay y Paraguay?

            —Argirópolis… con capital en Martín García. ¿Sabe que esa isla tiene un origen geológico distinto a estas que vemos? Está fundamentada en roca… No, fue una idea que tuve en el exilio, en Chile, pero derrotado Rosas ya no tenía sentido. Pero dígame, joven, ¿por qué anota tanto en esa libretita?

            —Es que quiero publicar todo esto en "La Tribuna"…

            —¡No me diga! Yo también.


                               *

Algunas fuentes:

  • Artículos de Sarmiento paraEl Nacional yLa Tribuna, reunidos en sus obras como parte del "Camino del Lacio" publicados por EUDEBA, reeditados por esta y el Municipio de Tigre en 2011

  • Cartilla Sarmientina, 1988. Comisión e Homenaje permanente.

  • Correspondencia de Sarmiento, Museo Histórico Sarmiento

  • Sarmiento. Maestro de América, constructor de la Nación. Alberto de Marco. Emecé

  • Reseña del partido de Las Conchas. Enrique Udaondo

  • Mapas antiguos y cartas náuticas. Museo Naval de la Nación

  • Hacia el Bicentenario. Jornadas de Historia 2004 a 2010 del Instituto de Est. Hist. del Part. de Tigre

  • CODIGNOTTO J.O. Y R. MEDINA Evolución del delta del Paraná Patrimonio natural y cultural del bajo delta insular del río Paraná. 2012; p. 67 - 75


Fundado por Vélez Sarsfield, El Nacional fue el primer diario que publicó dos ediciones: la primera, al mediodía y, otra, a las 2 de la tarde. Allí escribieron Bartolomé Mitre, Vicente Fidel López, Nicolás Avellaneda, Sarmiento y fue el periódico más utilizado por éste para difundir sus ideas. Ese año aparecieron más de treinta periódicos en Buenos Aires.7

Como era habitual, el nombre tenía un subtítulo que lo definía como “Periódico Comercial, Político y Literario. Viva la Confederación Argentina”. En él se publicaron adelantos del libro Bases y Puntos de Partida para la Organización Política de la República Argentina de Juan Bautista Alberdi y la carta desde Yungay dirigida por Sarmiento a Justo José de Urquiza. Fue dirigido al comienzo por Dalmacio Vélez Sarsfield y considerado más adelante “órgano de la fracción sarmientista”.

Su gran competidor era La Tribuna (7 de agosto de 1853 — 27 de septiembre de 1880) redactado por Juan Ramón Muñoz y Héctor Florencio y Mariano Varela, quienes se beneficiaban portando fama de “hijos del mártir” Florencio Varela.

En 1877 había en Buenos Aires, según Ernesto Quesada, 83 publicaciones periódicas que se elevaban a 103 en 1882. En la década de 1880, La Tribuna y La Nación Argentina declaraban tiradas de 3000 a 4000 ejemplares y en 1887 La Nación (Argentina)|La Nación]] y La Prensa –los diarios de mayor circulación, tiraban 18 000 ejemplares cada uno y los que le seguían estaban casi por debajo de los 10 000, y esto colocaba a Buenos Aires entre las ciudades del mundo con más ejemplares editados respecto de la población, con uno cada cuatro habitantes. La Tribuna se preguntaba el 12 de septiembre de 1875 ¿quién editaba tanto periódico? Y respondía:

”No hay gremio social ni político que no tenga su órgano propio en la prensa de Buenos Aires. Liberales, reaccionarios, gobernistas, anarquistas, gentes sensatas e ilustradas, tilingos, todos, enteramente todos, hasta los diversos grupos de pobladores estrangeros (sic) tienen su periódico representante o encargado de representar sus intereses.7

El Nacional se publicó por última vez el 18 de agosto de 1898.

4.       Parábola isleña

Volarás por el aire húmedo de la isla, siguiendo una luz enceguecedora que nunca alcanzarás. Te acompañarán el sonido y la onda de la explosión, atravesando calladas protestas de pájaros y la isleña sorpresa humana. Al fin de tu parábola te enterrarás en el suelo barroso, allí donde el río Luján se encuentra con el Abra Nueva. Tu óxido le dará color a las azaleas y el Abra devendrá en río Sarmiento. Te encontrará un trabajador del Astillero Bruzzone, y entonces pasarás a ser un resto del vapor depósito de Torpedos y Minas "Fulminante" que estalló un cuatro de octubre de 1872, a orillas del río Luján, frente al pueblo de Las Conchas.

Pintura del Comodoro de Marina Antonio Somellera 14/6/1812 - 14/11/1889. Se encuentra en el Museo de la Reconquista, Tigre.


5.        1910, contrastes del Primer Centenario


― ¡Buen día, Blas! ¿Qué bote puedo sacar?

― Buen día, don Toribio. Tiene suerte, está su preferido, el E-5.

― Blas, ya le dije que me llame Tobi, como todo el mundo...

― Vea, don Toribio, son las normas del club, el capitán lo exige.

―Que las deje para las tertulias ese ganapán. Me llevo el E-5 nomás ¡a

remar para fortalecerme! ...y para quitarme la resaca de anoche.

Hablando de tertulias ¡qué beldades tan niñas ostenta el Tigre, Blas! ¿Por

qué nuestros padres nos han hecho nacer tan antes?

― Mire usted... Vea que anuncian lluvia para hoy.

― Por eso llevo mi capa encerada en el bolso, y este sombrero de

Lacombe y Dudignac, que me han asegurado es waterproof. Y si se pone

feo, haré noche en La Reculada, con los Delcasse. ¿Crecerá el río, Blas?

―Si sopla más fuerte este sudeste, habrá marea, don Toribio. Seguro el agua ya entró a mi casilla…

―Tobi, don Blas, Tobi. Hasta mañana.


6.        La leyenda del fantasma del Tigre Club

            Todos los viernes Agustín sacaba un bote del Buenos Aires Rowing y remaba por el río Tigre y luego el Luján, hasta el Tigre Hotel. Siempre de blanco: pantalón, remera, zapatillas y un fresco panamá. A veces la costa estaba embanderada porque había regata.  A veces había sol y a veces, no.  Algunos de esos viernes llovía, pero Agustín igual sacaba su bote. Al llegar al Tigre Club, que se encontraba ahí nomás del Hotel, se sentaba bajo la glorieta de glicinas y tomaba una naranja Bilz (a rica y sana nadie le gana) a veces una cerveza, o un café si estaba fresco. En primavera disfrutaba del aroma de las glicinas y en el invierno admiraba esa raras y aterciopeladas chauchas negras que colgaban de las ramas.

            Siempre parecía esperar a alguien, siempre con un ramo de jazmines o un par de rosas. Una o dos horas después repetía un ritual: tiraba las flores al agua marrón y las observaba irse. A veces hacia la derecha, a veces hacia la izquierda. Miraba como buscando a alguien, miraba su reloj, miraba sin ver, para finalmente dirigirse al bote. Con las primeras sombras, remaba con menos ímpetu que a la ida y volvía al Buenos Aires Rowing.

            El botero del club lo recibía casi siempre con el mismo diálogo:

            ― ¿Y? ¿Cómo anduvo hoy?  

            ― Espectacular, como siempre ―contestaba.

            Un viernes, el botero no lo vio volver a la hora acostumbrada.

            ―Habrá cambiado la costumbre y se quedó en algún lugar ―pensó.

            Nunca más volvió. Mucho tiempo después comenzó la gente a hablar del fantasma del Tigre Club. Un fantasma que no asusta. ¿Pueden ustedes entender eso?  Yo he ido muchos viernes al Tigre Club, pero no lo he visto nunca, ni tampoco vi alguna vez a alguien esperándome con rosas o jazmines en su mano.

7.         Sol de noche


El crepúsculo era un hecho, ya las luces de ese manso día en la isla se fugaban por el arroyo. Buscó el sol de noche, le puso kerosén y verificó que la camisa estaba muy quemada y rota: apenas la tocó se deshizo en su mano. Buscó en el cajoncito de la mesa, y entre corchos, velas, y algunos cubiertos, encontró un sobrecito de papel de seda: “Una mantilla. Alta luminosidad” Adentro tenía una delicada bolsita tejida de color rosa y blanco, con un piolín en la abertura. La desplegó, envolvió con ella el quemador, y la afirmó con un nudo. Echó alcohol de quemar en el recipiente inferior y lo prendió con un fósforo de cera, los únicos que sirven en la isla. Hasta ese momento no pensaba en nada más que dar un poco de luz para hacer la cena.

Una temblona y mínima lucecita tiñó de suaves azules las paredes de la habitación. El prendido del farol y los colores de la llama le trajeron el recuerdo de una trucha que pescó en el sur, hace tanto tiempo. Era feliz. Y en aquel momento no se daba cuenta… Como si la felicidad solo se viera de lejos, no cuando está encima. Se quedó así, quieto, escuchando el silencio de la isla, pensando y mirando el farol Petromax, Industria Argentina. La llamita azul lamía la base de la camisa, que se ponía parcialmente incandescente, era el momento de abrir la llave y dejar paso al kerosén gasificado, para prenderla totalmente. ¿Dónde se habían ido aquellos luminosos días?

El grito de una ipaca-á lo sacó abruptamente de su ensueño. Abrió la llave, le dio bomba y ¡pof!, la mecha se quemó con una intensa luz blanca que se llevó a la trucha, al sur y al recuerdo de ella.

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8.         Tiempo isleño


El tipo está pescando en la orilla, al costado del muelle. Tiene hambre. Ve un bote destartalado y piensa “viejo como yo”. El agua está subiendo. Claro, con ese S SE que está soplando… dónde estarán las botas, se pregunta.

Algo en el movimiento del agua  y el viento fresco le hace recordar a su hijo, héroe de Malvinas, que liquidó a varios ingleses antes de ser abatido, pero ¡algo picó! Parece que es grande el bicho ¿dónde habrá dejado la navaja?

Es un gran bagre amarillo, lo saca del anzuelo y se lo lleva a la casilla para limpiarlo y de paso tomarse una ginebra que le dé un poco de calor. El letrero del almacén de enfrente le recuerda que se le había acabado el aceite para freír, y no fue a comprar. Caray, tendrá que cruzar rápido antes de que suba más el agua. Larga una puteada… ¿dónde está el remo?

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                                                                                        Foto autorretrato Laura Sorribes

9.     Laura sueña un río y unas islas

Laura sueña un río y unas islas,
y la materia sutil y efímera de los sueños
se concreta en un bote,
sólo un bote
que anhela ritmo de olas y de remos
en su casco sonoro.
El agua que baja del norte lejano
acude al llamado, y en su camino al mar
mece la siesta de Laura
deja arcillas de siglos en los juncos
y deviene isla
que llama a los pájaros y las semillas.
Al atardecer, oscuras y sigilosas aves
con repentinos gritos la despiertan
al mundo de sus sueños.

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10. Una revolución en Don Torcuato

                                                                                                Para el pueblo de Don Torcuato.


                        Mi nombre es Blancaluzmarina. Un hilo de espuma y pintura me une a una mujer que se me parece y respira aire, como respira quien me imagina. Un hombre que también respira aire nos ama desesperadamente. Y nos odia.

            Más que nadar, vuelo en este oscuro fondo marino, y me siguen otras que también soy yo, en cierta manera; y un hombre que no se parece a nadie. Nuestra existencia tuvo un solo objetivo: encontrar eso que nos da sentido y algunos llaman la Burbuja de Luz, la Caja de Vidrio, el Cubo de Cristal… Como Dios, ha tenido muchos otros nombres, que han quedado en el cedazo de tantas lunas y tormentas. Hemos perseguido resplandores hasta el tedio, solo para dar con miríadas de infusorios luminosos o efímeras luces de naufragio. Nos hemos topado con la frenética y última danza del náufrago y también con la mirada vacía y gris de los ahogados. Muchas veces nos engañó la luna, o el reflejo plateado de un cardumen, pero nunca la abominable luz del día. Alguna vez nos asustó la abollada y negra imagen de una nave submarina, desalmada en el fondo. Había días de corrientes de agua tibia, dulzona y marrón en la que nos aletargábamos, hasta que un frío salado nos despertaba.  Y algunos peces, siempre los mismos, nos seguían a todos lados como perritos.

            Y un día la encontramos.

            En realidad la encontraron nuestros peces. Nos extrañó que de pronto partieran raudos en una misma dirección, algo que nunca habían hecho. Así que los seguimos, para encontrarlos rodeando excitados un oscuro cubo que flotaba tan cerca del fondo como de la superficie, y emitía unos delgados rayos luminosos en varias direcciones. Difícil de describir; era como una fuente luminosa con forma de dado, pero pintado de negro, y con rasgaduras que dejaban pasar cada vez más luz. Inmediatamente nos pusimos a espiar por ellas. Adentro no había agua sino aire, cuatro o cinco hombres dibujaban en sus paredes, y cada dibujo era una nueva rasgadura que dejaba salir luz. Nos peleábamos para poner el ojo y mirar el fascinante interior, hasta que la -repito- abominable,  luz del día nos encegueció, y decidimos ir a descansar, luego de registrar las coordenadas del descubrimiento.

            —¡Observen, camaradas! —Decía David mientras miraba el reflejo de un espejo ubicado en el fondo de una palangana con agua— Dejemos de dibujar por un momento… Noten como el agua en movimiento modifica las formas y aporta curvas donde no las hay. Quiero eso, estar en el centro de una burbuja transparente en el fondo del mar, mirando desnudas doncellas que nadan alrededor, entre peces, algas y estrellas marinas …una visión algo etílica.

            Las risas inundaron el sótano de los "Los granados" y los brindis se sucedieron. Afuera, el sol de Don Torcuato iluminaba con sus últimos y rasantes rayos la opulenta casa neocolonial. Natalio Botana, dueño del diario Crítica la había construído en 1928 en diecisiete hectáreas adquiridas a Marcelo T. de Alvear. Eran frecuentes las fiestas a las que concurrían personalidades del gobierno, políticos y artistas, que gozaban de las arboledas, los jardines y la piscina olímpica con su extraña torre blanca. Pero entre agosto y septiembre de 1933 los invitados fueron el afamado muralista mexicano Diego Alfaro Siqueiros y el equipo que este reunió para pintar un mural en el sótano.           Botana había invitado a Siqueiros, luego de que la sociedad porteña lo hiciera a un lado por sus ideas de izquierda, con lo que las charlas sobre su idea de arte proletario y revolución, habían terminado;  y de pintar un gran mural con contenido social, no se hablaba más.  Siqueiros aceptó finalmente la oferta de hacerlo en el sótano, con la condición de que Botana lo vería solo al finalizar la obra.

            —Este no es tu lugar, viejo amigo. ¿Qué haces aquí pues, un revolucionario marxista leninista, pintando en el sótano de un millonario burgués?  —dijo Pablo, bajando por la escalera.

            —De quien eres invitado de honor, camarada....  Amigos, les presento a Pablo Neruda, poeta y cónsul chileno. Este es mi equipo, Pablo. Antonio Berni, Lino Spilimbergo y Juan Carlos Castagnino, artistas plásticos argentinos con los que tengo mucho en común.   Y este joven es Enrique  —mientras señala a un cuarto personaje—  Enrique Lázaro, escenógrafo uruguayo que he conocido gracias a mi bella Blanca Luz, esa desertora de mi vida.

            —Es un honor, señores. De quién más conozco su obra es de usted, Lino —comentó Pablo al saludar a Spilimbergo— que por cierto me gusta mucho. Disculpen ustedes mi antipática entrada, es que no entiendo el giro de mi amigo Diego… En esta obra falta rojo ¡rojo revolución!

            —Querido Pablo, este …experimento, también será revolucionario,  será un ejercicio plástico, pues. Estamos trayendo la revolución técnica a la pintura muralista, la obra debe ser revolucionaria no solo en su contenido social sin también en su forma. ¡Estamos dejando el caballete para las elites aristocráticas, debemos pensar en nuevas formas para educar a las masas y derrotar a los burgueses! Y para eso es este ejercicio, que con la ayuda de este equipo poligráfico ejecutor —señalando a los pintores, quienes comienzan a reír a carcajadas— divulgará las nuevas técnicas… Pintaremos con silicato de etilo, el vidrio líquido; utilizaremos el aerógrafo que se usa para pintar los automóviles. Horror para los burgueses, una herramienta más propia de obreros que de artistas. No haremos bocetos, proyectaremos fotografías, que deformen y distorsionen los desnudos femeninos sobre las paredes y…

            —¿Y no utilizarás bocetos ni modelos?

            —Casi nada de bocetos. Y Blanca Luz es mi modelo, y posará de una manera nunca vista.  Brindemos señores ¡por la Revolución!

            Todos brindaron, menos Pablo, que había quedado serio.

            —Y tú, ¿no brindas? —le preguntó Diego.

            —Aquí no hay Revolución, en todo caso puede que tengas razón con esa vaina de la técnica, pero yo brindo por la belleza que estás plasmando en este mural subterráneo, pues.

            Luego hubo innumerables brindis, hasta que un rayo de luna iluminó el esbozo de un torso femenino en una de las paredes.

            Cuando volvimos al cubo, vimos que irradiaba más luz porque las rasgaduras eran más anchas. Notamos que había algas y estrellas de mar pegadas a sus paredes.  Rodeamos sus caras buscando el mejor lugar para espiar el contenido. Yo encontré una ancha ventana por la que mirar, para lo que me tenía que pegar a la transparente pared, y hacer una visera con las manos para no encandilarme con las otras luces. Sentía todo mi cuerpo, especialmente mis pechos y muslos apretados contra el cristal -para llamarlo de alguna manera- pero así lograba ver lo que pasaba adentro. El hombre trazaba gruesos trazos negros en las paredes, y creo que intentaba reproducir una extraña escena que se desarrollaba a su lado. Ella estaba desnuda y acostada boca abajo sobre una mesa transparente iluminada desde el piso,  y él cada tanto se tiraba al suelo para ver su cuerpo a través del cristal, para volver rapidamente a pintar en la pared. Por un momento pensé que...

            Cuando me aburrí de esa visión, comencé a nadar alrededor del cubo haciendo tirabuzones, alejándome y acercándome. Alguno de estos movimientos me dejaba viendo todo al revés, entonces con una patada me ponía al derecho, y en el giro la cabellera me envolvía. Las demás hacían cosas parecidas ¡era tan divertido! Ahora, ella estaba acostada en una mesa sobre su espalda, con la cabeza colgando del borde y las piernas en alto. Él la pintaba en la pared, la miraba atentamente por un momento y volvía a pintarme. A veces tomaba del pico de una botella y otras le vaciaba el contenido sobre mi cuerpo desnudo. Esto lo vi muchas veces, y también que discutían a los gritos. Cuando la luz del día comenzó a aniquilar esas imágenes, nos retiramos.  Yo comenzaba a odiarlo.

            Blanca Luz descansa (es un decir) desnuda y de espaldas sobre una mesa inclinada, como cayendo, con la cabeza colgando del borde y el resto de su cuerpo en lo alto.

            —Pero ¿es que no puedes estarte quietecita?

            —¿Es que no podés apurarte, tú?

            —Ya, ya quédate un minuto, órale Blanca Luchita…

            — ¡Basta, me harté! —dijo Blanca Luz al incorporarse.

            En medio de un intercambio de insultos, Blanca Luz se incorpora de su dífícil

 pose, y con la bata a medio poner,  huye del sótano y sube los escalones de dos en dos.

            —¡Pues vete, hija de la chingada! …y no vuelvas.

            Hemos vuelto una y otra vez al cubo, cada vez más luminoso, más rodeado de algas y animales marinos. Hemos presenciado violentas cópulas entre el pintor y su modelo, y hemos debido explicarle a la nena, quien observaba azorada el espectáculo. Y finalmente hemos asistido a la culminación luminosa del objeto, para lo que, respetuosamente, nos ubicábamos en las gastadas y rituales posiciones con las que habíamos acordado convivir. Era el sentido de nuestra vida, y así pasaron lunas y tormentas en total felicidad…

            Vimos interminables juegos de naipes macerados con whisky y ahumados con grandes cigarros, que se disipaban con la madrugada fría.

            Hasta que un día comenzaron a oscurecerse parte de las paredes. Alguien opacó  los rostros con un barniz. Más tarde,  arrojaron un líquido, que no tuvo ningún efecto sobre la vitrificada superficie. En una oportunidad, al llegar vimos que el cubo se había transformado en un homogéneo objeto blanco que irradiaba una difusa luz… 

            —Pero ¿qué hiciste Edith? —preguntó Álvaro, mientras observaba las  transformadas paredes del sótano.

            — No ibas a permtir que María Julia viera estas indecencias ¿no? Como el ácido no les hace nada, le pedí a un pintor que las blanqueara con cal…

           


            Lo que siguió fueron varias lunas y tormentas, de depresión y de deambular sin rumbo por las sordas y oscuras profundidades. ¿Adónde ir? Ya no teníamos el punto de encuentro que nos

definía. Alguna luz nos alertó alguna vez, y resultó ser el fuego de unos sucios barbudos, que aburridos, o curiosos, rascaron parte de una pared, para volver rápidamente a su carne sobre las brasas. El peor momento fue cuando la nena vino agitada a decir que estaban rompiendo el cubo. Cuando llegamos, el cubo ya no existía, sus paredes, que emitían una débil luminosidad, estaban diseminadas por el fondo, y en muy poco tiempo se fueron oscureciendo completamente.

            Continuamos nuestra periódica reunión en el lugar, convocando a la Luz Sagrada de todas las formas imaginables, hasta que la corrupta luz de la superficie nos espantaba. Poco a poco algunas dejaron de concurrir, pero el hombre nos siguió acompañando. ¿Cuántas lunas y tormentas pasaron? La inmovilidad nos ganó, y así pasó el tiempo. Dejamos de sentir el calor o el fresco de las corrientes, y el beso de los percebes. Estrellas y caracoles comenzaron a habitarnos y algas crecían en nuestros cabellos. Nada nos importaba. 

            Algo interrumpió nuestra pequeña muerte. Una persistente molestia, cada vez más notoria. Eran la nena y los peces, que entre pellizcos y tirones de pelo, poco a poco nos volvieron a la vida, y excitados, nos pedían seguirlos. La buena noticia era que habían visto  las paredes iluminarse débilmente y a moverse. Cuando llegamos al lugar vimos con emoción que se ensamblaban nuevamente, y que la luz emitida era cada vez más intensa. Volvimos a espiar por los resquicios que se hacían más y más  grandes. Dentro del cubo, nuestra querida Burbuja de Luz, otra vez había gente que trabajaba en sus paredes.

            Y otra vez a nadar alrededor con alegría, y volvieron estrellas y algas a instalarse en las paredes. Y lo más bonito fue que muchas gentes pasaban por su interior a mirarnos, más interesadas que los jugadores de naipes,  calzadas en extrañas botas blancas de trapo, pero con expresión de placer. 

            Y lo mejor de todo, la luz que rompía periódicamente la oscuridad, había dejado de ser abominable.   


                   



En el sótano de la quinta Los Granados, en Don Torcuato (Tigre) entre agosto y noviembre de 1933, David Alfaro de Siqueiros pintó el mural  "Ejercicio Plástico". Tuvo cuatro ayudantes: el escenógrafo Enrique Lázaro, y  los pintores argentinos Antonio Berni (28 años), Lino Enea Spilimbergo (37) y Juan Carlos  Castagnino (25).

                    La experimentación con el uso de una pintura con silicato de etilo, "vidrio líquido", permitió la conservación de la obra compuesta por 11 figuras femeninas, una infantil, y un hombre. También hay peces y  plantas marinas. 135 metros cuadrados entre el piso y cuatro paredes.

                    Siqueiros usó proyectores y aerógrafo. El escándalo que desató en la sociedad "hay que sacar la obra de arte de las sacristías aristocráticas y llevarla a la calle para que despierte y provoque", no hizo mella en Natalio Botana, dueño del diario Crítica y de la residencia con el sótano. La casa cambió luego de dueños, entre ellos la familia de Álvaro Alsogaray, cuya esposa agredió con ácido la obra y luego la blanqueó, horrorizada por la indecencia del tema, que no debía perturbar a su hija María Julia. Un empresario compró la casa y recortó las paredes del mural para ponerlas en contenedores, con la idea de vender la obra. 

                    Luego de una serie de protestas de vecinos, en 1993, el diputado provincial Jorge Drkos, presidente del PI, interpuso un recurso de amparo que evitó la salida del país; y en el año 2000, una ordenanza municipal lo declara Bien Histórico y Artístico de Tigre, por iniciativa del vecino Daniel Fariña. El entonces diputado provincial Sergio Massa logra que se lo declare Patrimonio Cultural de la Provincia. En enero de 2002, el presidente Duhalde veta la ley que lo declara bien de interés histórico artistico. En noviembre de 2003, el presidente Kirchner decreta (1045/2003) declarar  bien  de  interés  histórico-artístico nacional el mural. Gracias a una negociación con el gobierno de México (que lo pretendía) por parte de Cristina Kirchner en 2007, llegó hasta su emplazamiento actual en la Aduana Taylor, convertida en Museo del Bicentenario, en Plaza de Mayo.

Fuente:

"Natalio Botana. Un hombre, un diario" y "Reseña Histórica de Don Torcuato" Carlota G. Vallejos, en Hacia el Bicentenario, Jornadas 2004 a 2010 del Instituto de Est. Históricos de Tigre.

http://www.tandar.cnea.gov.ar/eventos/seminariosGIyA/2013/diapositivas/20130710-Agonia_y_extasis-Barrio.pdf


http://www.autoresdeluruguay.uy/biblioteca/Blanca_Luz_Brum/lib/exe/fetch.php?media=el_mural_de_siqueiros._200_anos_de_arte_separata_de_la_revista_gente_.pdf


http://www.revistasauna.com.ar/01_06/09.html

11.            La casa de enfrente


El tipo, siguiendo el ruido del agua, llegó hasta el fondo de una casa elevada sobre pilotes. Había caminado en la noche cerrada pisando hojarasca y barro, despertando oscuras aves nocturnas. Acostumbrados sus ojos a la oscuridad, una tenue luminosidad le permitía ver los escalones de madera húmeda que comenzó a pisar. Ya arriba, por una rendija miró al interior de la casa. Había alguien mirando por una ventana, hacia la orilla de enfrente, donde una casa brillaba en la negrura de la noche como una radiografía delante de un sol de noche. Salió a la veranda.

Varios latidos después, mientras la luz se desvanecía, comenzó a escuchar un  rascar de tambor que se fue transformando en un lejano y sordo trueno que no terminaba de acabar. Se volvió hacia atrás y notó que alguien lo miraba por una rendija. Siguió mirando la casa de enfrente, en la que la poca luz que quedaba le permitió divisar a una persona. Un perro aulló cuando el trueno terminó. Poco a poco la luz fue apareciendo nuevamente y luego el lento trueno que se adueñaba del silencio.

¿Hace cuánto tiempo estaba aullando ese perro? Un chapoteo, en la orilla que no alcanzaba a ver, lo sacudió como una descarga eléctrica. A lo lejos iniciaba su agudo crescendo un Villa, cada vez más cerca. En el arroyo crecen círculos concéntricos,  y en el aire aromas a barro, pescado y lluvia. En sus manos pólvora, sangre y gasoil.

En el preciso lugar del arroyo donde se había perdido su vista, brilló la plata de una boga por un segundo, para dejar un efímero remolino, lo único efímero en esa noche. Gotas de lluvia comenzaron a caer, cuando tuvo la sensación de que alguien lo estaba mirando por una rendija, como al tipo de enfrente. El Villa se escuchaba más fuerte ahora.

Cuando volvía la luz, los vio, y ellos a él.  Quiso correr, pero se sentía dentro de una jalea espesa de tiempo.  Una Beretta con cartuchos del doce ladró dos veces.

En la casa de enfrente, nadie salió a mirar.

Ilustración: Grabado de María del Carmen Bruzzone.

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12.       Del hambre, la pesca y los barcos

            Hacía rato que no pescaba nada. Si la cosa no cambiaba, esta noche solo comería ese pan que le quedó de ayer. Entonces, a pesar  del agua baja, decidió entrar en ese arroyo que le reveló un fugaz rayo de luna.

            Enfiló la buceta a la boca, bajó la velocidad, y despacito rompió el espejo del agua quieta. Apagó el motor y siguió avanzando un trecho con la estropada, en un silencio solo roto por las gallinetas y el fondeo que bajó lentamente para hacer el menor ruido posible. Tiró por popa la línea de fondo encarnada con mojarra y con pasta. Y esperó. A lo lejos el ronquido de una lancha colectiva, y muy cerca sapitos y grillos.

            El tiempo pasó entre mates y unos besos al porrón de ginebra, después de los que susurraba aaaahhjjco le tengo al frasco; una vieja costumbre que se le pegó de un marinero uruguayo. Todo esto sin dejar de sentir la línea entre el pulgar y el índice de la mano izquierda.  Miró alrededor, escuchó, olió la humedad y la madera podrida de la costa. Todo estaba muy quieto y silencioso, menos sus tripas.

            Soñó que comía en la fonda del puerto una milanesa con papas fritas, bajada con vino  y soda; y que de pronto el mozo le tiraba de la manga…  Se despertó sobresaltado por el fuerte tirón de la línea. La buceta se movía como si estuviera en el río abierto. Tiró de la línea y notó que algo grande había picado, tiraba tanto que acercaba la popa a la costa. Por un fugaz momento, la luna se derramó en reflejos sobre el dorso brilloso de un patí que acarició la superficie del agua. Cobró la línea para acercar al bicho, y cuando lo tuvo casi a mano, algo frenó abruptamente el suave deslizamiento de la buceta. Por esas cosas de la inercia, se fue de cara al fondo.

Echando maldiciones comprobó que la buceta había quedado inmóvil, como clavada. Y… sí, el piolo se había clavado hasta el fondo en el barro de la costa, desnuda por la bajante. La confirmación del suceso fue simultánea con la imprecación hecha con los dientes apretados: “¡Me cago en la hostia, solo sirve para joder, mañana lo serrucho! Dos segundos más y lo tenía adentro…” Todo dicho en un susurro, como quien sigue pescando… Mientras se incorporaba volvió a prestar atención a la línea, para ver como el patí zafaba del anzuelo y se liberaba con un coletazo final que le salpicó la cara.

Volvió cansado, con el motor regulando y pensando en el pan duro y un serrucho.

Piolo: especie de botalón, pero ubicado en popa.

 13.       Haroldo y Rodolfo de espaldas


24 de marzo de 1977, la esquina de San Juan y Entre Ríos. “Estas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno…” ¿Habrá llegado ya la carta a la Junta?  El sol de ese luminoso día se multiplica a través del grueso vidrio de sus anteojos, lo encandila y lo hace lagrimear. Por un momento baja la guardia, entre mufado y aburrido ¡Y este tipo que no aparece!

Una brusca frenada a su lado le devuelve la tensión y el alerta, tarde.

—¡Alto, Walsh,entregáte o te quemamos!

Sin detenerse a mirar quién le habla, sale corriendo como lo hizo tantas veces en sus últimos sueños, y al primer disparo se parapeta detrás de un árbol. Siente húmedo y pegoteado el brazo izquierdo, y un ardor en el hombro. Saca el 22 corto del bolsillo y estira el cuello para tratar de ver quien le tira. No quiere herir a ningún inocente, aunque ve que la calle quedó vacía… Y ahí están, cubriéndose con las puertas del Falcon mientras le siguen tirando. Sin salir de detrás del árbol saca la mano y dispara hacia esa dirección.

—¿Estás calzado?— le habían preguntado antes de salir…

—Sí, llevo este fierrito.

—¿Y con eso te vas a defender?

—¿Qué querés que lleve, una metra? Esto es para que no me agarren vivo…

Recuerdos, recuerdos. ¿Terminará héroe como el piloto del Grumann Duck caído en Saavedra en 1955? Había que bajar a Perón de cualquier manera y la aviación naval bombardeaba las tropas leales con aviones que no estaban hechos para eso… “Aquí cerraron sus ojos” su artículo dedicado a esos héroes en Leoplán. Todas las noches los peronistas del pueblo de Saavedra iban hacia el monolito en su honor, adornado con la tripala del Grumann, a embarrarlo y embrearlo. Y al otro día la municipalidad a limpiarlo. Y un año después (¡hay un fusilado que vive!) escribir contra el gobierno vencedor, sobre los peronistas masacrados en el basural. Las vueltas de la vida. La corteza del árbol, el pastito y un reflejo del sol en el agua de la calle lo llevan a un momento entrañable en el Delta con su amigo Haroldo. Entre disparo y disparo pasan años, le sobra tiempo…¿Quién sacó esa foto en la que estamos los dos de espaldas mirando el arroyo?


8 de Julio de 1976, Una cárcel de la dictadura militar. Un cura octogenario entra a una celda para visitar a un recluso. Se la han dejado abierta porque el preso está en un estado tan calamitoso, que no representa peligro alguno. Es obvio que lo han cagado a palos y seguramente sufrió torturas para sacarle información.

—Haroldo. ¡Haroldo!

—¿Quién es usted?—apenas puede articular palabra…

— No hables, hijo. Vine a confortarte, lo más que pueda. Soy Leonardo Castellani.

—¡Padre Leonardo! ¿Qué hace aquí?

—Martha me buscó y me pidió que intercediera…

— Martita… ¿Cómo está? ¿Y Ernestito? ¿Los chicos?

—Todos bien, a salvo. Me conecté con un viejo amigo peronista, que me mandó a hablar con Aragonés, el embajador cubano. Hoy me dijo que Videla había aceptado autorizar a los Conti viajar a Cuba.

—¿Yo también?—con un hilo de voz.

—Todos, según parece. Estuve con Videla en mayo y le pedí por vos. Se quedó duro. Era una invitación a escritores, yo no tenía ganas, pero fui porque me lo pidió Marta. También estaban Sábato, Borges, Ratti.Ratti llevó una lista de escritores desaparecidos. Borges, te imaginarás, nada, pero él es coherente. Sábato siempre con su pomposa perorata, en fin… Cuando salí le conté todo a la prensa internacional, algo se va a lograr…

—De acá no sale nadie vivo, padre.

Después de darle la extremaunción, el padre Castellani se quedó un rato más, reviviendo los días de Haroldo en el Seminario de Villa Devoto, hablando de libros, hasta que Haroldo se durmió, agotado.

Joven y lleno de vida, se zambulló en las frías aguas del Luján y nadó por el Fulminante y el Gambado hasta la casa que alquiló al lado del almacén de Bruzzone. Después volvió con el chinchorro a buscar a Dora. El recuerdo del chinchorro lo llevó al salvavidas doble proa que se compró después y llamó Alejandra, por su hija y en el que se la pasaba arreglando y reformando. No sabe mucho, pero se da maña, decía Tito Bruzzone en el sueño de Haroldo.

De pronto la vida le regalaba la posibilidad de navegar por esas islas que había conocido desde el aire y en las que podía dedicarse a escribir entre el canto de las gallinetas y el ronquido sordo y lejano de las lanchas colectivas, como su amigo Rodolfo. ¿Quién sacó esa foto en la que estamos los dos de espaldas mirando el arroyo?


—¿Cómo estás,  flaco?

—Bien, escribiendo mucho, buscando un patacho para navegar por acá.

—Esta lanchita está linda…

—Sí, pero yo no preciso tanta velocidad, quiero algo más grande y cómodo, para que entre la familia, andar un poco a vela y meterme por riachos como este, que no ves más que un ranchito cada tanto. Charlar con el junquero, el pescador, el almacenero… Y después escribir sobre lo que me cuentan, hacerlos visibles. Cada uno es un universo, viejo.

            El murmullo del agua, un pajarito a lo lejos, el viento en las ramas del otoño, el chapoteo de un pescado, las olitas en el casco de la lancha… Y en el aire un olor a barro y a humo de alguna cocina económica.

—¡Qué lindo ver correr el agua! ¿no? Dentro de un rato cambia la corriente, y sube el agua, empiezan los mosquitos y a cantar las gallinetas… Esto es fabuloso. ¿Qué tal Cuba, che?

—Una maravilla, tenés que ir en algún momento, flaco. Te aseguro que te da vuelta, te cambia la cabeza. Tuve unas cuantas agarradas, discusiones políticas duras, pero los cubanos son geniales…

—Puede ser, estoy charlando con gente de Casa de las Américas, en una de esas…

—Hacé lo posible, no te lo pierdas.

Un estruendo rompe el silencio desde el cielo y los dos miran hacia arriba.

—Un Gloster Meteor ¡hijos de puta!

—¿Qué andarán haciendo, volando tan bajo? —se pregunta Haroldo.

—Nada bueno, deben estar sacando fotos, qué se yo…

Luego de la ruidosa interrupción, los sonidos del silencio isleño van reapareciendo poco a poco.

—Cuba, entonces. ¿Se podrá hacer algo así acá?

—Y, me parece que la idea está, algo charlé con Jorge y Pajarito.

—¿Escribiste algo?

—Ni loco, sería suicida…

—No digo de política, sino de tus impresiones sobre la gente, la cultura.

—Estoy en eso, tengo un montón de notas. Quiero hacer una crónica periodística.

—¿Algún cuento?

—No, no me da para eso, a vos te gusta más ¿no? lo literario, digo…

—Si, pero no me interesa escribir lindo para las viejas aburridas del Barrio Norte. Me interesan estos tipos de la isla, los peones rurales, esa gente que pasa días y días en soledad y que nadie conoce.

—¡Huy! Están picando, algo grande. Tenéme el faso ¡una tararira!

Luego de dominar al bicho y traerlo a tierra, la emoción de la pesca dejó paso al silencio, que al rato rompió Haroldo.

—¿Cómo me dijiste que se llama este arroyo? ¿Víboras?

—Anguilas.

—Anguilas. Lindo nombre.


Guillermo Haut, 25 de mayo de 2018



En el arroyo Anguilas comienza “Sudeste” de Haroldo Conti, no sé quién les sacó la foto, ni en qué arroyo están realmente. GH

14.         Sudeste justiciero

                                                                                                                            In memoriam Haroldo Conti

 

El tipo está armando un cigarrillo mientras espera. Papel Ombú y tabaco Puerto Rico, lo que se consigue en la despensa de la isla. Cada tanto un relámpago ilumina su cara de cuero. Empieza a contar: uno, dos, tres… y se asoman unos pocos dientes cuando escucha el trueno… Otro relámpago deja ver su capa de lluvia, y bajo la capucha el brillo de sus ojos. Negros como sus botas buenas, las de ir al pueblo. Podría tener tanto treinta años como cincuenta; se guarece de las rachas del sudeste y la lluvia detrás de lo que fue alguna vez un rancho isleño. La marea tapa más de la mitad de la escalera. Por donde mira no ve tierra, sólo agua, le parece que el viento sopla con menos fuerza que hace tres, cuatro horas, cuando se encontró con el punto. Escucha al bote golpear cada tanto contra la escalera, trunc, trunc, y los remos que se mueven adentro acompañan el lamento de las viejas maderas del muelle. El canto de los sapos resulta ensordecedor. A lo lejos aúlla un perro, le contestan varios. Toco toco toco toco se va acercando una chata, se nota el esfuerzo del motor contra la corriente. Una larga y lúgubre pitada se traga cualquier otro ruido: la chata se acerca al recodo. Muy cerca, gritan gallinetas, protestan por lo bajo pajaritos, vaya uno a saber dónde están metidos.

Tras el paso de la chata, el oleaje parece que va a tirar abajo el rancho; el bote, los remos, el muelle hacen los mismos ruidos pero más fuertes. Cuando el agua vuelve, descubre parte del terreno por un momento. En ese momento escucha ladridos cada vez más cercanos, como cuando se acercó al rancho. ¿Serán ellos? Pero no escuchó ningún motor. No van a venir remando estos cafishios… Pasos, un chapoteo, silencio, el plip plip de las olitas en el casco del bote. Palpa el metal en su bolsillo, frío, se pega a la pared.

Un gran perro negro comienza a subir la escalera, se queda paralizado cuando mira hacia arriba. Al momento comienza a mover la cola y sigue subiendo. Es uno de esos perros isleños que se ponen contentos con los visitantes, a quienes siguen hasta que se van. El tipo rebusca entre sus bolsillo, y encuentra el resto del enorme sánguche de milanesa que se había comprado en el canal. Tomá negro,  y el perro se lo traga de un bocado, feliz. Inmediatamente se tumba a su lado, en la parte menos mojada del piso. El tipo, cansado de esperar, se deja caer apoyado en la pared y se sienta a su lado.


Había esperado, también bajo la lluvia, en una calle de San Fernando, una calle tranquila, cerca de la casa de la calle Garibaldi, donde secuestraron a Eichmann hace unos ¿quince, veinte años? La sudestada azotaba los plátanos y la lluvia hacía brillar el empedrado. Cada tanto, un relámpago iluminaba la noche, entonces comenzaba a contar: uno, dos tres, cuatro, cinco ¡bum! El trueno. El tronco de un árbol lo guarecía de la lluvia casi horizontal, se distraía mirando cómo las raíces habían levantado las baldosas. Putos plátanos, encima le daban asma. Se moría por fumar, pero estaba complicado para armarse un cigarrillo.  Muy de tanto en tanto pasaba un auto. La campanilla de la barrera lo alertó: último tren a Tigre.  Cuando vio aparecer viniendo del lado de la estación a un tipo alto, calvo, luchando con el paraguas y el viento, comenzó a caminar hacia él hasta que creyó reconocer esa cara que sólo había visto en una foto. Su mano derecha, adentro del bolsillo del impermeable, se apretó contra la culata de la Mauser 6.35. Le volvió a la boca el sabor de la caña Palanca con que se había calentado un rato antes. Movió la corredera con la mano izquierda sin sacar la pistola del bolsillo y verificó con un dedo la presencia de la bala en la recámara.

          En el momento en que se cruzaban, le preguntó por la estación. Sin parar, la presa le respondió con un gesto de la mano en el momento en que un relámpago le iluminaba la cara mojada. Era él. Entonces comenzó a contar. Uno… le molestó verle un arito en la oreja;  dos, un tatuaje indescriptible en el cuello, tres. Trató de retrasarlo un poco, y le preguntó si era la estación San Fernando, cuatro. Cuando le contestaba que no, que  estaba más cerca de Virreyes, cinco, comenzó el trueno que tapó los dos disparos al medio del pecho. Un instante eterno. Una mirada de sorpresa y horror, el fogonazo, las chispas, el humo. Un agónico movimiento del brazo derecho como queriendo asirlo.

 Al doblar la esquina, con el rabillo del ojo vio a Larca Goyechea  desplomarse sobre la vereda rota por las raíces del plátano. Bajo la luz de un farol miró la hora en el reloj: las doce y cuarto. Apuró el paso al escuchar una ventana que se cerraba, no paró hasta llegar al canal. Tal como esperaba, las calles se veían desiertas. Un relámpago iluminó el agua empujada por el sudeste que comenzaba a inundar la calle. Uno, guardó la pistola en otro bolsillo,  y dos,  le dio un beso a la petaca, mientras, tres,  con la mirada buscaba el bote. Cuatro,  pensé que sería más difícil. Cinco, bum, el trueno, el bote estaba debajo del puente, con la amarra tensa por la creciente que lo empujaba hacia arriba, a punto de tocar las vigas. Bajó por la inclinada cubierta de ladrillos que protegía la costa, cobró el cabo y saltó al bote. Se sentó en la bancada, puso los remos en los toletes y comenzó a remar contra la corriente. Nadie en las orillas. Al llegar al Luján aflojó la remada y se dejó llevar río arriba.

El viento lo empujaba a la orilla de enfrente, por lo que tenía que darle más al remo de babor. ¿Qué habría hecho el punto que había liquidado? Se quedó con un vuelto. Única información. Mientras le pagaran el resto de lo prometido… Con eso en mente llegó hasta el viejo muelle indicado. Esperá ahí… le dijeron,  y no llevés a nadie.  Estaba en la costa de enfrente, esa parte despoblada que algunos llaman la selva.


El perro, abrigado del viento y la lluvia, se había quedado profundamente dormido. El tipo recordó a sus perros, que teniendo toda la isla para sus correrías, saltaban de contentos cuando lo veían salir a su trabajo. Lo seguían corriendo por la plantación un poco adelante, otro poco atrás, se acechaban,  jugaban a perseguirse, espantaban a los teros, ladraban a los que iban por el río… Le gustaba que lo acompañaran mientras revisaba los injertos, sacaba los yuyos, combatía la mosquita blanca… Había un suspenso en la espera de ese frío que necesitaban los naranjos para despuntar ramas, pero que no llegara a helar en primavera, porque se quemaba la flor de manzano. Después los cultivos se achicaron, fueron toneladas las frutas tiradas al río por los bajos precios. El Puerto de Frutos terminó vendiendo artesanías y él cortando pasto, cuidando casas, haciendo changas y algunas cagadas por la zona, que lo hicieron esconderse un tiempo de la Prefectura. Aceptó este trabajo porque era buena guita, le permitiría poner un almacén por el Boraso o por el Arroyón, que se estaban poblando lindo. Ya había amasijado a un par antes, pero conocidos, conocidos hijos de puta: uno que no le pagó nunca las manzanas que se llevó, otro que lo quiso afanar cuando volvía de vender fruta en el puerto. Lo de hoy fue distinto, por encargo, pero al final salió bien…

La ensoñación se terminó abruptamente. El perro se puso a chumbar muy enojado mientras miraba hacia el río. Él también miró, pero no vio nada. El viento había calmado. Ya casi no llovía. Los sapos se habían callado. En el silencio de algodón que trae la crecida comenzaron a escucharse ladridos. Cada vez más cercanos. Eran perros de la costa que le ladraban a algún bote.  Se acercó lo más que pudo a la orilla. Vio a lo lejos una lucecita verde y una roja, con una blanca encima. Un crucerito o un velero chico, de veinte pies más o menos; recordó que le dijeron de pagarle con mercadería, que la iba a hacer guita rápido. Serían cosas choreadas, seguro… Venían con el fuera de borda regulando. Al acercarse al muelle apagaron todas las luces. Era uno de esos veleros nuevos, de plástico, a bordo iban el que lo había contratado y un morocho panzón, con pinta de cana.

—¡Flaco! Ahí va el cabo, amarrá al muelle.

Trató de agarrar el cabo con la izquierda, porque con la derecha empuñaba la Mauser en el bolsillo,  pero no pudo  y se le cayó al agua.

—¡Con las dos manos, marinero!  —lo cargaron entre risas.

No muy convencido, les hizo caso y esperó el cabo mientras relojeaba las manos de ellos. El agua estaba muy quieta ahora, y la luna asomaba cada tanto entre nubes huidizas.

—¡Ahí va!

En el momento en que manoteaba el chicote, vio el movimiento del morocho: una mano que iba hacia el sobaco opuesto. Antes de ver el brillo metálico le pegó un tirón al cabo que hizo tambalear a los dos a bordo.  Un fogonazo, un estampido, un golpe y un intenso ardor en la pierna derecha,  sobre la que se apoyaba, así que antes de pensar en tirarse al agua se cayó solito. El Negro ladraba como loco. Y luego el silencio, el chillido bajo el agua de una lancha a lo lejos… Los insólitos, inoportunos recuerdos del apagado sonido de un membrillo que cae del árbol y de la luz del crepúsculo entre los naranjales.

Se las ingenió para salir a la superficie debajo del muelle. Uno de los tipos había desembarcado y se movía y gritaba como loco, tenía al Negro prendido de un brazo. Entre las rendijas de los tablones, sus siluetas contrastaban con las nubes y la luna mientras un chumbo caía al agua.  Sabiendo que disponía de muy poco tiempo, metió la mano en el bolsillo y encontró aliviado que todavía tenía la Mauser, mientras divisaba al que había quedado en el barco: se movía por la cubierta con un Colt en la mano 

—¡Al perro, tirále al perro, boludo!

— ¡Quedate quieto o te voy a dar a vos! 

Un fogonazo, un estampido. Silencio y quietud en el muelle.  Un cuerpo cae al agua.

 El morocho en el muelle, perplejo. mira por las rendijas del piso y lo último que ve es una luz cegadora y un tablón podrido que se hace añicos. Y lo último que escucha, sobre los gruñidos del perro negro, es el sonido de dos disparos. Cosas de la física, como el rayo y el trueno: primero la luz y después el ruido.


             El tipo ahora está a bordo del velero fumando unos importados que encontró en la cabina. El Negro come restos de una pizza que encontró arriba de una cucheta. Sobre la otra cucheta hay un prolijo montón de bultos muy compactos del tamaño de un paquete de yerba de medio kilo.  En la otra cucheta, adentro de una elegante valija, hay una cantidad de fajos de billetes como nunca vio en su vida.


  Unos días después, el tipo come los restos del asadito de la tarde en una casilla del Carapachay.  La radio apenas se escucha por el ruido de la lluvia sobre el techo de chapa y la interferencia de la tormenta eléctrica, pero presta atención a una noticia sobre el hallazgo en San Fernando de un velero varado y sin tripulación: un H 20, de nombre Blanca. con una importante cantidad de ladrillos de cocaína. El Negro le toca dos o tres veces la pierna vendada con una pata y recibe a cambio una costilla repleta de carne.


        Iluminada por un relámpago, se destaca, en un rincón de la casilla, una valija. El tipo empieza a contar. Uno, dos, tres…  Unos pocos dientes se asoman, le sonríen al trueno.     

Publicado por la Revista Sudestada de mayo - juio de 2018

15.          Mi primera vez en la Isla

            Por fin veré qué hay más allá de la orilla de enfrente del Luján, el ancho río que limita el Tigre continental con el Delta del Paraná. En los paseos al Tigre, desde la costa, yo entreveía allá enfrente, el misterio de la Isla, como llama el tigrense a las islas.

Aunque una vez, crucé a la orilla de enfrente, a un astillero donde mi viejo sacó a tierra al Zonda, el velero que luego vendió cuando yo todavía era muy chico… y navegar empezaba a gustarme. Me queda un vago recuerdo de hortensias, mosquitos, olor a pintura y sentinas. Pero desde allí todavía se veía la calle en la orilla de enfrente con sus autos: la Isla a mis espaldas seguía siendo un misterio…

            Hoy salimos con un bote del Teutonia, el club de los alemanes con su gran torre, que se encuentra en la desembocadura del río Tigre en el Luján (el viejo, de buenas a primeras me había asociado, junto con mi hermano) El galpón de los botes es muy grande, húmedo y oscuro, tiene algo de iglesia y también de funebrería. ¿Cómo será eso de remar? Elegimos un bote grande, que llevan hacia la rampa de madera sobre vías, como un vagón de tren. Nos subimos y sentamos en un cómodo asiento con respaldo.  Miro el agua negra que huele muy feo, y la encuentro demasiado cerca de mí. El bote es angosto, largo y oscila peligrosamente con nuestros menores movimientos. Los remos se apoyan en toletes que están bastante separados del casco por una estructura metálica que llaman toletera. Tengo una sensación de gran inseguridad, no es como estar en el  Zonda…

            Mi viejo empieza a remar sentado en el carrito con ruedas, se mueve hacia atrás y adelante, y el bote avanza a cada remada con un empujón que pega la espalda al respaldo, así pasamos del agua sucia y olorosa a la más limpia del Luján. Un estallido de sol y salpicaduras de agua fresca y clara. De pronto todo queda atrás: la oscuridad, lo sucio, el olor a podrido. Yo llevo los piolines del timón y me encanta sentir que dirijo el bote. Las lanchas pasan a nuestro lado y hacen olas que nos levantan como a una boyita mojarrera.

            Luego de un buen rato de remada, entramos en otro río, el Sarmiento. Ahora sí, esto es el otro lado, la isla, las dos orillas arboladas, sin autos, solo unas casitas elevadas sobre pilotes. Casi todas tienen su muelle de madera con escalera. Mi viejo rema bien y con poco esfuerzo, debe ser fácil…

            Ahora viramos a la derecha, y luego de pasar bajo un raro puente de cemento entramos en un pequeño arroyo ¡Me toca remar! Me siento en el carrito, para lo que tuve que hacer un peligroso paso de ballet con el viejo, que se queda sentado al timón con mi hermano. Los remos son larguísimos y pesados, me hago un lío terrible ¡No puedo mirar hacia adelante! ¿Cómo hacen para remar solos esos que veo pasar?  Tengo que hacer mucha fuerza para mover los remos en el agua, me siento como en las clases de Educación Física, un sufrimiento. Después de tres o cuatro remadas frustradas el bote encaja la proa entre el barro y los juncos de la orilla. Un pescado salta fuera del agua y cae con un chapoteo. Unos niños me miran desde la orilla y se ríen, mi hermano también. Noto que se levanta vapor desde el barro, me duele el culo de estar sentado en ese carrito. Me pican los mosquitos.

            Me encanta lo que hay del otro lado, la Isla. Pero nunca aprenderé a remar.

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16.            Refugio


Yo no encajaba. No encajaba en ningún lado, esa era la sensación predominante hasta la adolescencia. Mi vieja se enorgullecía de mi inteligencia y mi gusto por la lectura, pero el divertido, era mi hermano menor, vago y atorrante. Pucha.

—¡Qué grandes están los chicos, Pibe! ¿Ya tienen novia, no?

—…no, ya va a haber tiempo para eso  —repetía siempre mi viejo (el Pibe para algunos, pues de chico era igual al Pibe de la película de Chaplin) que intentaba repetir en nosotros su modelo “buscar novia de familia alemana para casarse, pero a su tiempo…”

Por alguna razón, mis padres no querían verme crecido (mi hermano sufrió menos al respecto)  Aunque eran contradictorios: a los cinco años me enviaron a la casa de una vecina,  la  señorita Coca, maestra particular,  para que me prepare para la escuela. Luego de un par de meses, la señorita Coca les dijo que yo ya estaba listo para rendir libre primer grado inferior (el nene es un genio)  Así  fue que en diciembre rendí libre en la escuela número seis de Vicente López. Recuerdo estar solo en medio del gigantesco patio, y a extraños seres de guardapolvo blanco que me preguntaban cosas.  Luego el aula  y el examen con otros chicos que miraban con extrañeza al extraterrestre. Y al final las felicitaciones del director. Así también aprobé primero superior, segundo y tercer grados. En esos cuatro años, la señorita Coca me enseñaba todas las materias  en el comedor- aula de su casa, y luego a mi hermano y a otros chicos del barrio. Y teníamos nuestros actos patrios, oíd mortales el grito sagrado en el tocadiscos de su combinado, bajo la advocación en las paredes, de golondrinas de cerámica en degradé y escenas chinas pintadas sobre tela negra.

El cuarto grado, y el segundo mi hermano, lo continuamos, afortunadamente, en la escuela grande, la Mitre de la calle Pelliza. Éramos unos marcianos,  mi  hermano un poco menos, por el menor tiempo de permanencia en el planeta rojo de la señorita Coca. Ella me preparó luego para el ingreso al  secundario, el Nacional de Vicente López, que estaba a media cuadra de aquella escuela donde rendía libre la primaria. En el sesenta y dos, ningún chico de mi edad usaba pantalones cortos. Pero si sos muy chico para pantalones largos… Es así que un aciago día de diciembre, yo era el único que esperaba para rendir el ingreso en el patio del Nacional, con saco crema, corbata y… oscuros, ominosos  pantalones cortos.

De esos primeros años recuerdo la mirada comprensiva de los profesores, la cruel de mis compañeros varones, y la casi maternal de mis compañeras. Mujeres, seres de un planeta más lejano aún… Con los que no solo no encajaba, sino que ni lo intentaba…

En las clases de Educación Física también me costaba respirar el enrarecido aire que para los terrestres era normal. Patadura para el fútbol, flaquito y barrigón, me costaba hasta la vuelta carnero. En las duchas, confirmé que pertenecía a una raza menos dotada también. Además, el clásico salame que luego de la gran cagada colectiva, era el único que permanecía en el lugar del delito para terminar compareciendo ante la autoridad.

En la  primera fiesta de quince, me tocó acompañar a la vecina, casi una hermanita.  Pasé toda la noche viendo girar los long - play (vinilos dirían hoy) en el tocadiscos Winco. El juego de la botellita determinó que debíamos darnos un beso en la boca. ¡Qué asco! dijo ella luego del acto, no recuerdo más.

El tiempo pasó, bastante en el baño de la planta alta, donde alternaba las autosatisfacciones, que descubrí de casualidad, con la caza de mosquitos con la toalla. Depositaba los cadáveres de los malogrados insectos para exhibición, en una esquina de la bañera mientras recordaba la voz paterna ¡No te toques ahí, eso lo hacen los degenerados! ¿Por qué tardás tanto tiempo en el baño? me decía mi vieja…  Mientras, el perfume de las flores de paraíso entraba sin permiso por la ventana del baño.  El tiempo pasó, repetí tercer año premeditadamente, y el único colegio que “encontré” para continuar mis estudios quedaba a casi un año luz de casa. Un colegio de varones, en el que lo cruel, ya no fue solo la mirada, de mis compañeros… Afortunadamente  había dos o tres  extraplanetarios con los que trabé amistad. También había una desmesuradamente atractiva y pelirroja profesora de francés que ejerció notables atracciones, una antigravitatoria sobre parte de mi organismo, y otra importante  por la pintura, ya que nos llevó a la muestra “De Cezanne a Miró” en Bellas Artes. En esas aulas también, una profesora de literatura no tuvo mejor idea que ponerme en contacto con la “Antología de la literatura fantástica” de Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo, que me disparó a otra dimensión. Yo ya no encajaba en la galaxia, y no encontraba refugio…

En ese momento a mi viejo se le ocurre asociar a sus dos hijos al Ruder Verein Teutonia, el club de los remeros alemanes, en el Tigre.  Pasadas las primeras frustraciones con el remo y el agua, terminé entrenando para competición. Me pareció que comenzaba a encajar: los socios del club eran de planetas cercanos. Dejé de ser el flaquito barrigón, y un día me sorprendieron mis bíceps en el espejo.

Al poco tiempo comencé a salir solo con un bote de mi elección. La nave me llevaba donde yo quería, siempre a las islas. Yo era el capitán. Una pavita, anzuelos, yerba, mate y bombilla; y paraba en un recodo solitario que todavía existe en el Abra Vieja,  o en un muelle cualquiera, o pedía alojamiento marinero en la isla Atlantis del club.  Los pájaros me despabilaban y luego el chapuzón me quitaba las pesadillas de la noche. De día sentía que las verdes islas me abrazaban, al atardecer me interrogaban a gritos  las ipaca-á y a la noche los sapos y grillos me arrullaban.

Había encontrado mi refugio en el universo. 

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17.         Tigre, una parte de mí


Tigre era el paseo obligado con mis padres en muchos  fines de semana. Luego de recorrer los misterios de sus puentes, de costa a costa, terminábamos en la cervecería de Kuffner en la costa del río Luján, antes de llegar al Tigre Club, que muchos llaman todavía Tigre Hotel. Este, en realidad había sido demolido hace varios años, y en su predio funcionó luego la terminal de la línea sesenta de colectivos, el amarillo “60” Constitución-Tigre Hotel. La gente bajaba del colectivo, se encontraba frente al Tigre Club, y creía que era el famoso Tigre Hotel. Así nació la confusión.  El caso es que con buen tiempo  la cervecería ponía mesitas  y sillas plegables de chapa en la costa,  entre hortensias en flor y lamparitas de colores colgadas de los árboles, lo que daba un  cierto aire de fiesta.  Sandwiches de leberwurst y salchichas alemanas. Los mozos, de impecable saco blanco cruzaban la calle con sus bandejas esquivando los pocos autos que pasaban.  Allí pasé de la Bidú Cola (la bebida argentina que refresca y deleita) al primer cívico de cerveza. También descubrí que Tigre podía aparecer sorpresivamente inundado…


La inundación que a veces nos visitaba en Olivos, más al sur, en Tigre era y sigue siendo la marea, denominación que cambia el aire de catástrofe por cosa cíclica, natural,  algo que viene y va, algo con lo que se convive.  Es típica la perseverancia y tozudez de los tigrenses, a los que ninguna sudestada, inundación o tormenta severa alejó de su pago. Ni siquiera las leyes y prohibiciones de volver a afincarse en la zona, lograron ese cometido. Y entreveo aún en la actualidad, esa misma característica, al escuchar los relatos de los viejos acerca de las mareas. Vecinos que se intercambian abrigos y alimentos  desde las terrazas y techos de sus casas, mientras abajo el agua hace de las suyas por dormitorios y comedores. Con total naturalidad, al bajar el agua, se dedican a limpiar, y así hasta la próxima.

Esta gente que se quedó a vivir aquí, en vez de irse a las más altas tierras de la  Punta Gorda de San Fernando de Buena Vista  —el pueblo vecino que nace para huir de las mareas— tiene una personalidad muy particular: el barro, los mosquitos, y el agua que crece, no son enemigos del ambiente sino parte de él,  y en él los tigrenses no sobreviven, sino que en él quieren vivir.  No es poco para decir, si consideramos que el resto del conurbano y la ciudad han vivido por mucho tiempo dándole la espalda al río.

Terminando el secundario, yo volvería al Tigre a remar con los botes del alemán Club Teutonia,  ¡natürlich!  Para los porteños es el Tigre desde antes de que, con el presidente Mitre a bordo, llegara el tren un primero de enero de 1865. Y Tigre fue el nombre de la estación. Pero el pueblo (y partido) era llamado por sus habitantes Las Conchas, el nombre oficial, que recién cambió por Tigre a mediados del siglo XX; y  para muchos tigrenses es Tigre, no el Tigre ¡cuidado con eso!

Gracias al remo conocí las islas en los tiempos libres que me dejaba el estudio. Como el Boga de Haroldo Conti,  yo remaba solo durante días, con una parrillita plegable y anzuelos. A veces dormía en un muelle. Mientras yo hacía esta vida de ermitaño, mis amigos y compañeros hacía rato que se entreveraban con el otro sexo…

  Más tarde, frecuentaría una de las pocas casas isleñas de fin de semana que no estaba construida sobre pilotes, sino sobre un terreno elevado: en el arroyo Gambado, casi al llegar al río Sarmiento. Colgado de una rama del añoso plátano, un cartel blanco con forma de pescado rezaba Sumarob; la explicación del raro nombre pasaba por las mujeres de la familia, Susana, María y Obdulia…  Asados, guitarreadas, remadas nocturnas; y el doble concierto de Karl Philip Emanuel Bach en el grabador Crown a cassette, solo interrumpido por grillos y sapos en la quietud de la noche.

Con la mudanza del setenta y uno a Ramos Mejía, el Tigre devendría en un grato recuerdo, aunque no para siempre. Terminaría viviendo en el Tigre, una parte de mí; y entusiasmado con su historia, algo que no me pasaría con ningún otro lugar.


Ahora recuerdo mis veinticinco años, los primeros momentos del 24 de marzo de 1976, cuando por la radio, entre las marchas y  los innumerables comunicado número… de la Junta Militar, una noticia me llegaba más que otras.


            Hoy, 24 de marzo de 1976, fuerzas del ejército al mando del teniente coronel Molinari, de la Escuela de Ingenieros de Campo de Mayo, acordonaron la entrada a los astilleros Astarsa, Mestrina y Forte, con tanques de guerra, carros de asalto y helicópteros, en un operativo que continuará hasta identificar y detener integrantes de bandas terroristas infiltrados entre los trabajadores. Con la anuencia de la empresa, que permitió de buen grado su presencia y colaboró en su identificación, se detuvo a alrededor de 60 personas, quienes fueron conducidas a la Comisaría 1ª de Tigre.


1968, primavera, río Luján. Miro hacia atrás cada dos o tres remadas, para no llevarme nada por delante, como casi me pasó ayer, cuando con la proa del bote casi ensarto el costado de un velero fondeado.

Hoy, más atrevido, decidí pasar el canal Vinculación y llegar hasta el Río de la Plata. El día hábil tiene al río Luján vacío y tranquilo y es un placer remar así. Miro otra vez, alcanzo a ver un pez que salta del agua y vuelve a caer entre reflejos de sus escamas y salpicaduras a contraluz. Alguna complicada asociación de ideas me recuerda que no estudié anatomía y fisiología del cerebelo para mañana… Me quedo un rato pensando si traje el libro para estudiar de regreso en el tren. Ir al colegio de mañana me deja toda la tarde libre para remar…

Sólo se escucha el ruido de los remos en el agua, algún pájaro y el carrito adelante, atrás, adelante, atrás.   Unos fuertes golpes metálicos no muy lejanos me hacen dar vuelta otra vez la cabeza. ¡Una enorme mole rojiza que me tapa el río, el cielo y la costa, me deja helado!  Clavo el remo de babor  y le doy con todo al de estribor, para alejarme de la costa adonde me había acercado peligrosamente.

  Remando más tranquilo hacia la otra orilla, puedo apreciar el enorme buque de transporte en construcción. Está en tierra, cortando la línea de costa en la anguilera, sostenido por enormes puntales de madera del grueso de palmeras;  allá arriba, en el espejo de popa, escrito en letras blancas: Progreso Argentino. Los ruidos que salen de su interior hablan de una intensa actividad. Afuera también hay andamios con trabajadores que sueldan y cortan, entre una miríada de chispas como estrellas.  Con los remos perpendiculares al bote me quedo mirando el gigante color óxido, mientras la corriente me regresa lentamente hacia Tigre;  un cartel cerca de la orilla dice Astilleros Astarsa y más abajo prohibido atracar.  No puedo evitar la alegoría evocada por su nombre en la popa, me siento protegido, en un país que progresa...


Más de cuarenta años pasaron. Cuando escribo esto, veo por mi ventana la arboleda en los terrenos de lo que fue el astillero, edificios en construcción y el Río Luján, ahí nomás. El mismo lugar, hasta donde todos los años, cada 24 de marzo llega una marcha de antorchas con gente de todas las edades y muchas mujeres con pañuelos blancos en la cabeza, que todavía reclaman por aquellos trabajadores de los astilleros, que soñaban con condiciones dignas de trabajo, menos accidentes laborales y terminar con la rutina un barco, un muerto.  Queremos ser un astillero, no un matadero, decían…

Mi tiempo es un uróboro, una víbora que se muerde la cola.

18.        Algodón egipcio

El encuentro había cortado mi insensato ritual de ir y venir sin rumbo, como buscando una respuesta en la noche, algo. Algo que me hiciera olvidar una innecesaria mentira de meses. Porque a cualquiera puede envejecerle el amor y aparece de pronto otro rozagante y promisorio. Pero ¿por qué mentir tanto tiempo?  De pronto me había encontrado con que el único refugio era mi viejo Ford Falcon, con él di varias vueltas alrededor de una oscura rotonda sin saber cuál de las salidas tomar, aunque no por ignorancia vial. Una de ellas me llevaba a cincuenta kilómetros, a la casa familiar que ya no era mía. De día es otra cosa, el problema es esa hora del regreso a casita…  Luego de decidirme por una de las salidas, que había tomado sobre la base de un criterio tan válido como cualquier otro, me había arrepentido y había vuelto para encontrarme con la misma rotonda, en la que esta vez tomé la salida al centro comercial, ahí nomás, ir al locutorio a mandar un mail   ¿a quién? A un par de amigos que siguen mi separeta, a una compañera de trabajo de hace años que apareció de la nada en mi memoria. Botellas al mar en una noche de preguntas sin respuesta.

El hambre me llevó a una de esas hamburgueserías impersonales, meta de sabatinos adolescentes. Luego de que me envolvieron un sánguche muy distinto al de la foto publicitaria, y de negar enfáticamente la oferta de agregarle variados artículos por unas pocas monedas más, me  senté a comer en un banco circular, que rodeaba a un cantero deprimente en el que dormía un gato y se marchitaban plantas de interior. Al segundo mordisco registré la presencia cercana de un tipo sentado a mi lado que me miraba fijamente. Antes de que pudiera dar rienda suelta al racionalismo que me caracteriza, se levantó y abordó a un hombre que pasaba, maletín en mano. El penoso fracaso de su objetivo lo reinstaló a mi lado, para volver a fijar su mirada en mí. Corté un pesado silencio ofreciéndole parte de mi bocadillo, hasta hice ademán de comprarle uno.

–No tengo hambre. No tengo otra cosa que hacer, no sé qué hacer…–me dijo.

Había conseguido mi atención.

–¿En qué lo puedo ayudar?

–Dígame quién soy.

¿En qué categoría superior a había conseguido mi atención, debería clasificar la situación?

–¿Por qué me miraba tan fijamente?– le pregunté.

–Disculpe, usted se me parece, pienso que es el único que me puede ayudar,  un  semejante. ¿Piensa usted que esos colegiales que toman cocacola para bajar esa atrocidad culinaria pueden ayudarme?

–Y no, la verdad…– le contesté mientras me daba cuenta de que  no se diferenciaba mucho del loco suelto que era yo en ese momento.

 – ¿A qué se dedica usted?

 –Soy docente, a veces escribo textos escolares para editoriales.

 –¿Es maestro?

 –Biólogo, profesor de biología. ¿Y usted?

–No sé quien soy ni qué hago ni donde vivo… estoy tratando de averiguarlo, pero cuando pido ayuda me toman por loco. Usted es el único que me respondió de alguna manera.

–¿No tiene una billetera, documentos, algún papel en el bolsillo?

–Tengo una billetera con algo de dinero, pero no tiene tarjetas ni documento alguno. Nada más. ¡Espere! Tengo un papelito con una dirección…

San Martín y Belgrano. Cientos de esquinas así en el país, pero era un dato. 

– Y ¿hace cuánto que se encuentra en esta situación?

– No sé, de pronto me encontré aquí, me acerqué a gente para pedir ayuda, pero ¿qué puedo decir?  Usted fue el primero que me prestó atención.

–¿Y qué piensa hacer?

–¿Qué me sugiere?

  Justo a  mí me preguntaba eso…

–¿Vamos a una comisaría? Seguramente ellos…

–¡Ni se le ocurra! –me dijo tajante, y visiblemente nervioso.

Problemas con la cana, me dije. Pero no tenía pinta de chorro, en realidad no tenía pinta de nada. ¿Y yo? ¿De qué tenía pinta?

Y hablando de pinta… Se acercó el punto de seguridad  y encaró al tipo, mientras me relojeaba de costado.

–Ni se le ocurra que va a dormir acá, ¿me entendió?

El tipo lo miró como quien mira televisión sin ver. Y luego me miró a mí.

–Vamos al auto y vemos qué hacemos –dijo alguien adentro de mí.

El tipo accedió inmediatamente y me siguió hasta el Falcon. Prendí el motor, con la idea de tener un poco de calefacción. Se sentó, cerró la puerta, se puso el cinturón de seguridad y miró hacia adelante como quien se prepara a viajar.

–Rumbo uno ocho cero–dijo muy resuelto.

–¿Qué dijo?

–¿Cuándo?

–Recién, mencionó algo así como rumbo y unos números…

–No sé, cada tanto me salen palabras que no sé qué significan. ¿Qué dije?

–Espere… Dijo rumbo uno ocho cero. Eso en un barco significa que el destino es el Sur, Tierra del Fuego, Antártida, yo fui un par de veces y lo escuché otras tantas.

–Es cómodo este auto, grande… Pero tiene olor a sentina.

–¿Cómo?

–Sentina, el fondo de los barcos, mezcla de agua sucia, combustible, olor a cerrado y a pintura, es un olor muy particular.

–Sí, entendí, ya sé lo que es una sentina… Es que ando por caminos de barro, y un par de veces patiné y me metí en zanjas llenas de agua. Tiene razón, es ese olor. ¿Le molesta?

–No amigo, al contrario.

–A mí tampoco. Serán esas ganas de tener un barquito.

–Yo tuve uno por un tiempo, era un pescador, que usaban a motor, pero le acomodé un quillote y le puse unas velas viejas que tenía…

–¡No me diga que las velas eran de algodón egipcio!

–Sí, ¿cómo lo supo?

–Se me ocurrió que, si eran viejas, tenían que ser de algodón egipcio, mi padre navegaba también.

La charla continuó mientras el Falcon nos llevaba por la ruta 197 a un lugar dictado por rincones de mi memoria, activados por el extraño personaje. Talar, Pacheco, el acceso Tigre, la avenida Libertador. Hacía muy poco que había descubierto que Don Torcuato, donde enseñaba en un colegio, pertenecía al partido de Tigre. El Tigre, donde yo iba a pasear con mis viejos y aprendí a remar. Después de un rato recordé que tenía una guía Filcar y se la di para ver si lo ayudaba a ubicarse. La miró atentamente mientras hablaba del barquito… ¡Barquito!

–¿Dónde lo tiene amarrado?

–Lo tenía, por San Fernando, pero se me hundió dos veces en la amarra, por no poder ocuparme, al final cambié mi parte por una Miranda reflex.

–¿Tenía un socio?

–Sí, lo compré a medias con un amigo. Pero resultó ser uno de esos que tienen barco para comer fideos a bordo en la amarra, tener una gorra de capitán… Y además se mareaba en el río.

–Sí está lleno de esos… Mi viejo tenía su velero acá en Olivos, en el YCO. El Zonda, un dibujo de Campos. Vamos al puerto un rato, y vemos el río.

–Déle. ¡Qué cosa! Ahora que miro bien, yo viví por acá, en esa panadería comprábamos pan y facturas cuando iba a navegar con mi viejo.

–¿También tuvo un barco acá?

–Sí, pero yo era muy chico. Lo vendió cuando yo tendría seis o siete años.

–Pero recuerda bastante…

–Sí, al salir de puerto, quedaba la escollera a estribor, y había un momento de tensión: embocar la manga para cargar agua. Ahí nomás había unos bajos que llamaban islas Bikini, donde parábamos y nos bañábamos. Decían que las había hecho Perón. Otras veces llegábamos hasta el Pajarito. Linda época.

–Igual que nosotros, supongo que muchos harían lo mismo. De chico iba con mis amigos a caminar por la escollera y tirar piedras hasta que nos rajaba la Prefectura. A veces me iba solo a la playa detrás del Centro Lucense a tomar sol y escuchar al negro Martinheitz en la Hitachi a pilas. Así  descubrí a Serrat que cantaba se equivocó la paloma.

Y entre risas y recuerdos llegamos al Puerto de Olivos. La luna sobre los barcos fondeados, y la música de las drizas golpeando en los mástiles. El imponente edificio del Yacht Club Olivos, que supo ser la boite Fantasio en época de mi abuelo.  La Nelly, parrilla eterna. Las areneras. El aviso Gaviota fondeado para hacer de club naútico popular. Y un agujero en las amarras: el Zonda no estaba, hacía muchos años que mi viejo lo había vendido, yo era muy chico, pero me quedó el olor de la sentina y la humedad de las velas de algodón egipcio.

En ese momento se me ocurrió que no sabía su nombre, y cuando me volvía para preguntarle, alguien me golpeó el vidrio.

–Buenas noches. Disculpe, no puede estacionar aquí, está reservado para Prefectura –me dijo un uniformado de beige.

–Ya nos íbamos, solo paramos por un momento, estábamos recordando viejas épocas…

–¿Con quién?

–Con el señor… –que ya no estaba a mi lado.

–Bueno, vaya, vaya, está todo bien, pero deje libre este lugar.

–Sí, déme un minuto.

Me bajé del auto y miré alrededor. ¿Dónde se había ido? Ni siquiera sabía su nombre. Me puse a mirar las amarras… Solo había una luz de farolito en un pequeño pescador que levantaba velas.  Por un instante, una racha movió al pescador y el farolito iluminó a un barco muy parecido al Zonda.

Me fui del puerto con las ventanillas cerradas, gozando del olor a sentina del Falcon.

Rumbo uno ocho cero.  



19.        Carrizo y junquillo

(Diario de Soledad)


14 de abril

            Ha dejado de llover, el viento fresco promete  un otoño en serio y las ypaca-á gritan cada vez más cerca. Ahora, una de esas gallinas locas voló hasta la veranda y está en la silla mía. Espera que le tire migas. Aramides ypecaha  me dijo que era el nombre científico, así, primero mayúscula y luego minúscula, género y especie.

            Las colectivas ya dejaron de roncar, y si alguien bajó en el muelle, ya tendría que estar llegando…

            Nadie llegó. Las ipaca-á no gritan más. Como la luz se cortó, prendí el sol de noche. ¡Pof! se hizo la luz, y también el oscuro y húmedo silencio de la isla.  Afuera, apenas lamidas por el farol, las sillas resaltan contra el monte. De tanto estar afuera están cada vez más pálidas.

15 de abril

            Pasó el domingo y no creo que venga en la semana. A esperar hasta el sábado, otra vez.

             "El celular está apagado o fuera del área de cobertura…"

17 de abril

            Muero de cansancio. Un día fatal. El Villa no arrancó y tuve que ir a la escuela remando. Los pibes estaban insoportables, creo que yo también. Estuve todo el tiempo mirando el reloj y esperando que termine la hora. Además la dire me llamó para llamar la atención por el desorden de mis cursos en el día de hoy. Intenté justificarme; que el motor, que la guita y lo demás. Pero los chicos no tienen la culpa  y los problemas se dejan afuera del aula y el compromiso con.

            Por suerte volví con corriente a favor. Pasé por el arroyo donde le había ayudado a recolectar yuyos, especies herbáceas, como decía. "Hay tres estratos de vegetación en el monte: arbóreo, arbustivo y herbáceo ¿entendés?" En esos días el monte era luminoso allí, y me encantaba aprender cosas de mi isla. Pero ahora el arroyo es fantasmal y triste.

            Hace una hora que amarré el bote y estoy en la silla mía. No hago nada, solo escribo algo cada tanto. La otra silla, la vacía, me resulta patética, como mi vida.

            El rocío y los mosquitos me hicieron entrar. Prendí una espiral que me trajo olor a una de esas noches de verano, una interminable noche de amor. Nos despertó el sol de las diez de la mañana, la mañana de un día perfecto con asado al mediodía, mate a la tardecita en la veranda y cena con restos del almuerzo. Un día que parecía un comienzo, resultó ser el final. 

18 de abril

            Noche. Releo las páginas de marzo. Nada que decir.      

19 de abril

               Noche. "El celular está apagado o fuera del área de cobertura…" Una y otra vez.

22 de abril

            Noche. Me pongo a corregir los trabajos sobre Juan L. Ortiz. Pero me voy con él…

Era yo un río en el anochecer,
y suspiraban en mí los árboles,
y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.
¡Me atravesaba un río, me atravesaba un río!

               Medianoche. Juanele me empujó al muelle. La niebla flotaba pesada sobre el arroyo crecido, y exploraba rincones de la costa. El agua corría límpida por encima del primer escalón. Un motor agujereó el espeso silencio de la marea, un chillido cada vez más cercano. Un Yumpa en una canoa isleña. Una mirada furtiva a mi farolito. Un amistoso saludo con la mano. Y el bote del vecino se alejó arrastrando remolinos de niebla por la popa. Por un momento, a pesar de todo me sentí feliz en mi barrio isleño. La isla me abraza.    

23 de abril

               Llueve desde la mañana. Día de limpieza. Dando vuelta unos almohadones aparecieron unas plantitas secas aplastadas entre papeles "Así se hace un herbario ¿ves? se ponen las plantas entre dos hojas para que se sequen" Herbáceas. Ramitas secas, semillitas negras como perdigones, otras como pequeñas lentejitas. En el mismo papel estaban escritos los raros nombres. Hymenachne grumosa y Juncus imbricatus. El carrizo y el junquillo (algo aprendí) Algunas partes habían quedado pegadas al papel, otras habían dejado un bajo relieve.  ¿Qué hago con esto? No me siento muy bien, algo que comí... Me quedo mirando por la ventana. Las sillas ni se ven…

30 de abril    

               De mañana. Sigo con molestias, me voy a la salita del Capitán, a la vuelta haré unas compras.

10 de mayo

               Recién ahora puedo abrir el diario otra vez.  Todavía estoy en blanco, como cuando volví de la salita, pero con diez días más de embarazo…

               Noche. Preparando las cosas para la escuela, aparecieron el carrizo y el junquillo. Los metí en la salamandra, que sirvan para algo.

11 de mayo

               Una hermosa y repentinamente fría mañana de otoño.  Abrí la salamandra para prenderla. Ahí están, carrizo y junquillo, aplastados en el papel… "El celular está apagado o fuera del área de cobertura…"

               Noche.  Enmarqué el carrizo y el junquillo de tal forma que quedaran los nombres científicos a la vista, y los colgué en la pared, al lado de la ventana. Quedaron preciosos.

               Afuera, las sillas resplandecen a la luz de la luna.

Inspirado en las sillas blancas de las monocopias de Paula Panfili (Taller de artes visuales del Conti)

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            20.        Una lágrima eterna

                                                                                            Para  Pablo Pereyra, Museólogo


            La joven llegada con el grupo de escolares que visitaba el Museo de La Reconquista, contestaba como podía las preguntas con que la ametrallaban. Como suele ocurrir, los niños no se interesaban tanto por el desembarco de Liniers como por detalles nimios, lejanos del discurso de la guía.

―¿Por qué eso está todo roto?

―¿Para qué es ese palo?

―¿Por qué esto está en una vitrina?

―¿Por qué llora el negro?

― …

            La última pregunta que realizó uno de los pibes produjo un silencio especial, que hizo que todos miraran al muy morocho, casi chocolate, maniquí vestido con uniforme militar consistente en chaqueta roja, pantalón blanco y galera, armado con fusil y bayoneta calada.  La guía dejó de intentar responder todo; agradecida por el respiro, hizo una teatral pausa... y contestó  con la seguridad del que sabe, inspirada probablemente en alguna crónica del desembarco en Normandía.

            ―Es que llora porque los negros eran los primeros que mandaban al frente…

            ―¿A pelear contra los ingleses? ―varios al unísono.

            ―Sí, en la reconquista de la ciudad.

            ―¡Aaahh! ―todos a coro.

            Pablo, el museólogo, más tarde se le acercaría con una inquietud y con toda la buena onda posible.

            ―¿Cómo se te ocurrió contestarles eso?

            ― …

       Mientras esperaba la respuesta, que venía demorada, Pablo volvió atrás en el tiempo, varias administraciones municipales de Cultura en Tigre.  Se recordó buscando presupuestos para un maniquí negro, con el que representar un integrante del “Cuerpo de pardos y morenos”, contra opiniones oficiales en contrario, de quienes no veían bien vestir a un africano con uniforme patrio, o algo así, por más que hayan luchado junto a Liniers contra el invasor inglés de 1806 y 1807. Al final, luego de mucho caminar lo encontró en el Once, y regateo mediante, se hizo con el negrito. El traslado hasta Tigre en su Fiat 600 no fue fácil, pero tampoco imposible, así que el museo pudo ostentar al fin un soldado del batallón de  “Artilleros pardos y morenos”,  ubicado cerca de los blancos  representantes de los “Quinteros y labradores” y los “Colorados de las Conchas”.

       Con la satisfacción del trabajo realizado, había dado un último vistazo a su obra, cuando su atención reparó en un pequeño detalle en la cara del morocho. Algo en un ojo no estaba bien ¡faltaba la pestaña derecha! Buscó arrodillado en el suelo, hasta que ayudado con una lupa encontró el perdido adminículo.  Revolvió el cajón de los elementos  de museografía y encontró dos o tres pegamentos, de los cuales decidió elegir el pequeño pomito de cianoacrilato, mucho más conocido por el nombre comercial que aludía a la pequeña gota que bastaba para pegar cualquier cosa.  Una pequeña aplicación  del producto permitió fijar la díscola pestaña en su lugar, aún en las sombras con que el crepúsculo iba sumiendo a la Sala de La Reconquista del museo.


            ―¿Que cómo se me ocurrió contestar eso? No sé,  se me ocurrió…. ¿Por qué, está mal? ¿Acaso no está llorando?

            Mientras Pablo evaluaba la respuesta, un rayo de sol entró por la ventana e iluminó la cara del Pardo (o Moreno, vaya a saber uno a cuál de las dos cuestionables categorías raciales pertenecía) y se multiplicó refulgente en una gota de añoso y traslúcido cianoacrilato, que aparentaba caer cual lágrima de uno de sus ojos, el derecho.

            ―No, está bien, no me hagas caso, quedate tranquila.


            Más tarde, en la paz del museo,  tras la partida del contingente escolar, Pablo echó un vistazo a la cara del Pardo (o Moreno) y en su rostro se formó una amplia sonrisa.

            ―Quedáte tranquilo morocho, no pasó nada...

            Después de apagar las luces, mientras volvía a su oficina en la biblioteca,  se dio vuelta con la sensación de que alguien lo miraba, pero no, nadie había.  Aunque a pesar de la oscuridad,  le pareció ver que el morocho se reía…

21.            La forma de la isla

Quiero que se entienda bien, estoy hablando de la isla de Haroldo Conti (el autor de Sudeste y premio Casa de las Américas) no de la isla donde se encuentra, en la Isla. La isla de Haroldo es un rectángulo del que uno de sus lados chicos es el frente al arroyo Gambado, con su lindo muelle; el otro lado chico es el fondo, perdido entre el monte. Sus lados más largos son el impreciso límite con los terrenos que se encuentran a los costados. Cerca del fondo está la casa que alquilaba a fines de los cincuenta y que Haroldo terminó comprando. Estar al fondo, tapada por el monte que creció en soledad, la mantuvo protegida hasta que volvió la democracia: los milicos la buscaron varias veces y no la encontraron, pero a él sí lo encontraron en su departamento del barrio de Palermo, un cinco de mayo de 1976. Mientras tanto otro Haroldo, un vecino almacenero, se ligó encierro y golpiza, hasta que se dieron cuenta de que no era Conti. Esa fecha es ahora el Día del  Escritor Bonaerense.

Ahora, para dar una idea de la forma de la isla donde se encuentra la isla de Haroldo, elijo un punto de la costa, porque por algún lado hay que empezar: verano de 1969, la confluencia del río Luján con el Tigre, donde está el Club de Remo Teutonia, el club de los alemanes. De allí salgo remando con mis dieciocho años y blancas ropas de Educación Física. Es un lindo bote de paseo, con carrito, se rema de espaldas al sentido del avance. Encaro por el Luján contra la corriente y hacia el este, una gloriosa tarde de sol y fresca brisa. Llevo mis elementos de siempre para pescar y tomar mate. Cuando aparecen a estribor los grandes barcos varados, sé que tengo que cruzar para entrar al río Sarmiento. Pero sigo por el Luján un trecho más, hasta la oxidada mole del Progreso Argentino, el barco que está construyendo ASTARSA. Al lado del enorme barco que me tapa el cielo desde la anguilera me siento muy chiquito en mi bote. Pienso en que tengo que hacer la tarea para el colegio, recién en este quinto año de secundaria no me llevo materias. En el tren, de regreso a Olivos, me ocuparé… Pego la vuelta y me dejo llevar por la creciente hasta que me meto en el Sarmiento. En cuanto a delinear el contorno de la isla donde se encuentra la isla de Haroldo,  hasta ahora hice un tramo recto por el Luján, y luego una virada de 90 grados hacia el norte, a la primavera de 1970. ¿Estará escribiendo Haroldo ahora en su isla?

La corriente a favor nos permite dejar de remar y entonces unir los botes, tocar la guitarra y mirar los reflejos de la luna en el agua. Pasan a la derecha la isla Atlantis propiedad del Teutonia, y nos acercamos a la isla del Buenos Aires Rowing, que están en otra isla. A la izquierda, más allá de la desembocadura del arroyo Buenos Aires, la isla de la Unión de Cortadores, que está en la misma isla en que está la de Haroldo. Todavía no es el recreo El Alcázar. Luego en la misma margen aparece el recreo Galeón de Oro, con costa también sobre el Gambado.  Este fin de semana descansamos del terrible Ingreso a la Facultad de Ciencias Exactas, y lo pasamos en la casita SUMAROB en  Gambado y Lolota, de los abuelos de Jorge, mi compañero de estudios. 

             Luego de un largo trecho más o menos recto, a estribor aparece el puente de cemento del Canal “A” llamado también Rompani, que comunica con el Abra Vieja. A estribor, muy sesgado hacia el sur sale el Gambado. Remo lentamente, disfrutando estas últimas salidas. El primer año de la Facultad absorbe casi todo mi tiempo y ya no vivo en Olivos, sino en Ramos Mejía: el remo se irá transformando en un lindo recuerdo. Pasado el Lolota, ahí nomás está el San Jorge a estribor. El Gambado hace una amplia curva a la derecha y luego otra a la izquierda que obligan a mirar seguido hacia proa para no escracharme en algún muelle… 

Pasado el Galeón, aparece a estribor el Cruz del Gambado que algunos giles llaman Leber, por el dueño de un vivero que allí había. Disfruto esta cálida tarde de invierno; trabajar de docente en la isla desde 2004, me hace volver a casa cansado y relajado, como de un paseo isleño. Aunque ahora recuerdo el día que volví de la escuela doce con una terrible tormenta, bajo un diluvio. El viento tiraba enormes ramas que caían estrepitosamente al Abra Vieja, mientras yo remaba esquivándolas, cada vez más empapado. Alejandra había llamado a la escuela para preguntar por mí. Acaba de salir le dijeron, y estaba muerta de miedo porque ya me imaginaba náufrago… Pero volviendo al Leber y Gambado, enfrente está Les Palmiers, la isla de las Bruzzone y al lado, hoy museo, la de Haroldo, su querido vecino de años. Sigo remando por el Gambado, que ahora hace una pronunciada curva a la derecha.

El recto canal Fulminante al que muchos llaman Gambado, porque lo continúa,  me permite ver al edificio de la Prefectura en la confluencia del Luján y el Tigre. El nombre del canal se debe al buque depósito de torpedos que estalló en 1877 en su margen. Desde esa confluencia, a veces venía Haroldo nadando hasta su casita. ¿Me lo habré cruzado alguna vez? A babor el arroyo Buenos Aires: con una gran curva a la izquierda que pasa por el fondo del recreo El Alcázar y desemboca en el Sarmiento. A estribor sigue el verdadero Gambado, hasta desembocar más o menos cerca del Museo Naval en el Luján. Sigo remando por el Fulminante entonces, admirando de los cipreses calvos, sus neumatóforos, unos tocones verticales que salen de las raíces, y con los que estas respiran cuando sube el agua.  A unos cien metros el canal se ensancha, luego de la laguna donde practican canotaje los pibes. Avanzo entre los veleros fondeados del Tigre Sailing ¿algún día tendré uno mío? La remada desde el Museo Sarmiento hoy me cansó, porque tuve que apurarme para llegar a mi actual club, el Rowing Argentino antes de que cierre; eso no me gusta tanto, remar contra reloj. Pero estoy contento, desde 2012, el trabajo con los museos, me permite ir remando a los de la Isla e independizarme de los horarios de las lanchas colectivas.

Y ya llegué al punto de partida: Tigre y Luján, donde antes estaba el Teutonia y ahora está la Prefectura Naval Delta. El club vendió el hermoso edificio con su torre blanca, y con ese dinero se mudaron río arriba, a las aguas más tranquilas de Villa La Ñata. La lancha colectiva disminuye la velocidad al entrar en el río Tigre, cuyas aguas bajan muy negras por la contaminación acumulada en ochenta kilómetros del río Reconquista por la provincia de Buenos Aires. La lancha está llena de gente que vuelve de la Isla, como yo. En 2016 ya no remo más: el sol y el cáncer de piel se llevan muy bien, y no quiero pasar por el quirófano otra vez.

Conclusión: la isla donde está la isla de Haroldo está limitada por el Luján, el Sarmiento, el Gambado, el Fulminante, Luján, su ruta.  Solo queda considerar si es una isla cortada por el pequeño arroyo Buenos Aires, o es esa porción de pizza dibujada por el Sarmiento, el Gambado y el Buenos Aires. De todas maneras, quien haya seguido con atención mi derrotero podrá hacerse una idea de la forma de la isla donde está la isla de Haroldo, en la Isla.

Ilustración: mapa dibujado por Haroldo Conti

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